Bernardino Vazquez Mazatzi
Escritor y periodista
La creciente intención de “hacer justicia” por propia mano tiene explicación, que nunca justificación, en el sistema fallido de aplicación de la ley y en la corrupción que existe en muchas instituciones de diversos niveles de justicia en México.
Para un ciudadano común, poner a disposición del Ministerio Público a un delincuente es tanto como predicar en el desierto o dirigir un discurso a troncos muertos: es inútil. Tratar de que se haga “justicia” mediante la aplicación de la ley es tiempo perdido, someterse al desprecio y arrogancia de los empleados de esas instancias es humillante y esperar a que se haga justicia es tanto como exigirle milagros a un ateo.
Para una turba enloquecida y enardecida, para quienes han visto vulnerados sus derechos por los que debieran hacer justicia y no sólo aplicar la ley, para una sociedad que ha sufrido agresiones y violencia provenientes de quienes deberán defenderlos y protegerlos, la “justicia por cuenta propia” es su último recurso, la mejor opción y alternativa idónea para impedir la impunidad de la delincuencia y escarmentar a los que se han convertido en verdugos de la gente.
Nunca y por ningún motivo la violencia puede justificarse o aceptarse como inevitable. Sin embargo, un importante sector de la sociedad mexicana, el que se ubica en las clases media y baja, tiene como única opción la ejecución de actos violentos en contra de quienes los roban y matan, los despojan, los violentan y humillan y han tomado el control de la seguridad y el modo de vida pacífico y armónico que debiera ser normal.
En este sector, en donde el nuevo sistema de justicia penal acusatoria carece de sentido, en donde las leyes no sirven y la justicia se confunde con venganza, golpear despiadadamente a un presunto delincuente, quitarle la vida, expulsar toda la frustración y agredir incluso sin sentido y sin motivo es la única forma de salir del anonimato, es el único modo de ser atendidos por la policía así sea como granaderos, representa el argumento y motivo para que en el estado o desde los despachos de los procuradores, los ministerios públicos y los jueces sepan de la gente y del alcances de su ira.
Hablando con quienes han participado en intentos de linchamiento, con quienes han formado parte de ese monstruo anónimo y sediento de sangre y venganza, me dicen que tal vez ese delincuente que ha caído en desgracia y manos de la turba salga libre por falta de pruebas, por las famosas fallas en el debido proceso, por corrupción o por ineptitud del aparato burocrático judicial, pero la madriza que recibieron no se las quita ni Dios padre y es hasta esa muestra de salvajismo y sinrazón en donde las leyes, los códigos, la corrupción, la ineptitud y el nuevo sistema de justicia penal no llegan; así explican y justifican el linchamiento.
Matar a una persona, real o presunto delincuente, es un acto de justicia para quienes ya no creen en la ley ni en quienes se alquilan como empleados del pueblo, contratados para defender a la sociedad y para salvaguardar la vida y bienes de la gente. Hay una enorme clase social que se siente desprotegida, vulnerable, abandonada, burlada y agredida por todo lo que representa el Estado en materia de justicia y leyes. Y eso es sumamente grave. Culpables e inocentes están en la mira. Así se demuestra día con día a lo largo y ancho del país con esos aberrantes actos de linchamiento en donde las víctimas se vuelven victimarios y en donde se nota la total ausencia del Estado.
Los hechos de linchamiento, los más recientes, los de Yahualtepec, Puebla, en donde la muchedumbre quemó vivos a cuatro supuestos miembros de una banda de asaltantes de camiones, nos ponen en evidencia el grado de violencia que puede alcanzar la frustración colectiva y el nivel de convocatoria que puede tener un llamado a matar a reales o supuestos delincuentes. Tales hechos se replican, se multiplican y justifican en todo el país y más allá de que pueda representar un acto de ilegalidad o una aberración, está la idea de que todo es motivado por la desconfianza y rechazo a la ley y a la justicia que representa el Estado.
Hay una especie de justificación o explicación que ofrecen quienes participan en un ajusticiamiento: sólo se trata así a los que sean sorprendidos en flagrancia, no a quienes se presume que sean culpables o inocentes, para quienes aún hay la posibilidad de una averiguación previa, una oportunidad de vida pero en la cárcel o hasta burlar la ley mediante la corrupción o la impunidad. Es la ley de la selva o la del ojo por ojo. La pena de muerte no es justicia ni aplicación de la ley sino la más retrograda de las venganzas.
Urge revertir esta tendencia de “justicia” por mano propia que alcanza a inocentes y envilece al pueblo. La venganza es el pero camino que pueda elegir una sociedad.