Bernardino Vazquez Mazatzi
Escritor y Periodista
Mantengo firme e inalterable mi convicción de que la violencia hacia la mujer no va a disminuir y mucho menos terminar si no hay educación. Y a educación me refiero como el respeto irrestricto e irrenunciable a los demás y a la observancia total de los valores humanos.
Sin embargo, la educación no es aquel título ni cédula profesional que se adquiera en las aulas, sino aquello que se aprende en el hogar. La educación no la dan los maestros más preparados ni las aulas o escuelas de mayor prestigio ni las más caras, sino los ejemplos que todos recibimos en el hogar. Luego entonces, la educación no es cualquier cosa y mucho menos responsabilidad de los gobiernos, sino invariablemente, de los padres, de los adultos, de absolutamente todos, de los que tenemos la oportunidad o la dicha de tener cerca a niños que habrán de crecer con los principios de respeto, tolerancia, educación, empatía, voluntad de servicio y respeto a la vida que nosotros les demos.
Una sociedad que considera inaceptable la violencia hacia la mujer pero que promueve la muerte no puede ser una cultura civilizada, una colectividad que pretende poner fin a la violencia promoviendo la violencia no puede ser justa ni lógica, un pueblo que cierra los ojos al dolor, a la tragedia y las necesidades de los demás no puede tener futuro ni exigir derechos que niega o negar responsabilidades que debe asumir.
La violencia hacia la mujer es inaceptable. En realidad, toda forma de violencia es inaceptable, pero la que se le hace padecer a la mujer es la forma más acabada de estupidez, de ignorancia, de impunidad y de injusticia. Nadie que pueda decirse humano puede justificar la violencia hacia la mujer y no puede ni debe haber sociedad que la explique, consienta, evada, promueva o permita.
Pero la violencia hacia la mujer no siempre la ejerce el varón, no siempre es la pareja y no sólo en el seno familiar sino la hay también en el entorno, en el trabajo y no necesariamente por los hombres pues hay actos u omisiones de mujeres que son forma de violencia hacia el género. En las oficinas gubernamentales, en las fábricas, en el transporte público, en el poder, en la religión y la escuela sobran ejemplos de violencia de y hacia el mismo género.
Como en las adicciones, la violencia hacia la mujer no respeta niveles económicos ni estatus sociales. La mujer sufre agresiones, discriminación, humillaciones, desprecios y ataques lo mismo en un jacal techado de cartones que en la más elegante mansión. La padece la mujer que viste de forma humilde y la dama de la alta sociedad que compra su ropa en las tiendas más caras. La mujer es víctima si tiene apenas la instrucción primaria y lo es también aquella que cuelga en su pared un título profesional. Por desgracia, la violencia hacia la mujer se ha generalizado y también por desgracia, a muchos ya les parece normal.
Luego entonces, la erradicación o disminución de la violencia hacia la mujer no tiene que ver con los niveles académicos que se ostenten o detentes, no tiene que ver con la pobreza o con la riqueza, sino con el nivel de educación y consciencia de los individuos; por un lado, el hombre debe entender que golpear a una mujer es el acto más cobarde, ruin y asqueroso que pueda cometer y la mujer, debe entender que la violencia no es normal, que no es ni debe ser, bajo ninguna circunstancia, destinataria u objeto de esa violencia.
Pero la sociedad en su conjunto debe participar, primero e inevitablemente, desde lo individual, desde el hogar, desde el ejemplo, con la familia, en el entorno inmediato, con quienes son su responsabilidad y obligación, para frenar la violencia hacia la mujer.
La crianza y la creación de machos se da en el hogar, no en la calle. Los machos violentos nacen de los ejemplos, no de la convivencia. Se aprende a ser violento teniendo como garantía primero, la supremacía de la fuerza y luego, por la segura impunidad en los actos. Los machos son criados y creados por mamás y papás consentidores que han perdido el principio de autoridad y han abusado de la permisibilidad. Los abusos son la consecuencia y los extremos, siempre serán el mal.
La educación tiene que redimir a la humanidad, la educación tiene que ser la cura a todo mal, la educación debe ser la guía, el objetivo, el origen y la meta de toda cultura.
Así es que los intentos de los gobiernos por erradicar la violencia hacia la mujer serán nulos, una mera buena voluntad, esfuerzos estériles, pérdida de tiempo, fomento a la impunidad y caldo de corrupción, si en sus proyectos y planes no se privilegia la educación y, reiterando, educación como valores humanos, como respeto, tolerancia, inclusión, igualdad, empatía y voluntad.
Por desgracia, esta forma de educación ya no se da en las escuelas. A los maestros se les prohibió educar incluso con disciplina la que ya ni siquiera en la casa se impone. Los padres delegaron al profesor la educación y luego le reprochan si la aplica. La sociedad culpa al gobierno por la ausencia de valores y también de la aplicación de la ley si se ejerce en su contra como respuesta a la pérdida de valores humanos.
La educación, creo, es el único argumento que nos puede salvar en lo individual y en lo colectivo; la educación tiene que frenar la violencia hacia la mujer que hoy por hoy, es la peor pandemia.