Venganza, justicia, hartazgo, ineptitud oficial, indefensión popular en Tlalcuapan

El linchamiento era cuestión de tiempo

Bernardino Vázquez Mazatzi

La gente de Tlalcuapan estaba harta de robos y asaltos. Linchar a un delincuente real o supuesto era cuestión de tiempo y el día llegó sin importar que fueran fechas sagradas; la gente, al mediodía de este viernes 15 de abril, estaba en la procesión, acompañando a Jesús en su calvario y sus domicilios, desprotegidos.

Eso lo saben los amantes de lo ajeno: las casas están solas. Así es que a dos individuos se les hizo fácil entrar a robar a un domicilio del pueblo pero para su desgracia, alguien los observaba, seguía sus movimientos y por las redes sociales, dio la voz de alerta.

Muchos atendieron el llamado y sigilosamente se fueron acercando al sitio del delito. Sin embargo, los dos sujetos que estaban al interior se dieron cuenta de que habían sido descubiertos y emprendieron la huida. Uno pudo escapar pero el otro cayó en manos de los enardecidos vecinos que desde ese momento empezaron a golpearlo. Su destino ya no le pertenecía.

En unos minutos ya había decenas y decenas de pobladores rodeando al detenido: cualquiera podía agredirlo. La ira contenida y la frustración derivada de los constantes delitos sufridos e impunes los hicieron ciegos y sordos. No querían hacer justicia sino cobrar venganza; el pueblo enardecido estaba ante su oportunidad de desquitarse y ya había decidido…

En el centro de la comunidad la vida parecía continuar de forma normal: había mucha gente rodeando los puestos de palanquetas, de aguas frescas, de garnachas y tacos; había helados, paletas y toda clase de frituras. Había terminado la procesión y mucha gente acababa de salir del templo. Poco a poco se fueron enterando de lo que estaba pasando kilómetro y medio hacia arriba, por la “Y”, rumbo a la capilla.

Pronto se empezó a sentir una fuerte tensión. Ya se hablaba de la presencia de la policía municipal y estatal, se temía una confrontación violenta cuando la autoridad quisiera rescatar al detenido. Todo podía pasar; el riesgo estaba latente.

En el fatídico lugar la muchedumbre gritaba enardecida, exigían justicia por mano propia. Algunos hombres interrogaban al detenido que apenas si podía murmurar algo. No decía nada coherente primero por las lesiones que presentaba como consecuencia de la golpiza y luego porque el griterío era ensordecedor. Nada podía hacer por salvarse; nadie hubiera podido hacer nada.

Unos trataban de justificar su sentencia de muerte: estamos hasta la madre de los delincuentes y de la ineptitud de la autoridad. Tenemos que darle un fuerte escarmiento a este y a todos los delincuentes: a ver si con esto alguien más se atreve a entrar a robar a Tlalcuapan…

En unos instantes, alrededor de las 15 horas de este Viernes Santo, el juicio popular concluía y se ejecutaba la sentencia: le prendieron fuego. Lo rodearon de material inflamable y le arrojaron un cerillo entre la algarabía y los alaridos de dolor.

En el centro de la comunidad había desconcierto, temor, había rumores. Todavía estaban los casi 30 puestos colocados y había clientes, muchas familias consumían los productos de temporada. De pronto llegaron unos individuos en motocicleta gritando: levanten todo, esto ya chingó a su madre… Otros decían con burla: ya se quemó la carne; le prendieron fuego a ese jijo de su puta padre. todos se miraban y uno a uno empezó a conocer que el detenido había sido quemado por la multitud.

Ni cinco minutos después el área estaba desierta. Ni huella de una fecha sagrada ni del comercio que atrae. Dijeron los enviados a las mujeres: “inciérrense, no salgan, se va a poner muy cabrón, esto ya valió madre”.

Aquí abajo el pueblo lucía como si nada pasara… Allá arriba estaba el infierno, una sucursal del manicomio.

 

 

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