Relatos de pandemia

Nadie sabe para quién trabaja 

 

 

Bernardino Vazquez Mazatzi 

Escritor y periodista  

 

En marzo del 2003, Juan y Fernando iniciaron un juicio legal por un terreno que su padre, ya fallecido, les dejó en herencia, pero sólo de palabra. Cada uno decía que le correspondía la totalidad del predio y ambos se negaban a cederle la mitad al otro hermano. Así es que, para pelear, cada cual contrató un abogado que prometió a ambos solución a su favor, y en corto tiempo.  

Lo cierto es que pasaron los meses, los años y el litigio se extendía más y más en el tiempo; el asunto simplemente no avanzaba. Lo que si se mantenía constante y urgente era el costo del juicio pues los abogados estaban listos para sacarle dinero a sus generosos clientes que con tal de ganar el pleito aflojaban que los 500, que los mil y hasta dos mil pesos que se pudiera y pues, siempre se pudo.  

La familia aconsejó a los hermanos: acepta la mitad del terreno; no es cualquier cosa. Te tocan 97 metros de largo por 35 de ancho, igual que a tu carnal. Pero este decía lo mismo que el otro: ¿Y por qué le voy a dar algo que a mí me corresponde? Los amigos y conocidos les decían: véndele tu mitad a tu hermano y se acaba el pleito. Pero ninguno aceptaba: el orgullo los vencía y la terquedad los cegaba.  

Ellos tenían una hermana, Micaela, a la cual, quizá por su fervor y extrema religiosidad, no le importaban asuntos terrenales, no tanto como las misas, los rosarios y fiestas eclesiásticas, así es que se dedicó a ver de lejos el pleito y a reírse por la codicia de sus consanguíneos. De vez en cuando los visitaba, los encontraba y los saludaba, pero jamás les preguntó cómo iba su bronca.  

Los hijos de ambos, primos en primera línea, no compraron el pleito de sus padres y se saludaban, se frecuentaban y hasta convivían sin apasionarse por el tema o tomar partido, nunca la situación fue motivo de desencuentros o discusiones de los primos y, por el contrario, en una ocasión coincidieron en apoyar a sus papás en la búsqueda de una solución legal y amistosa. Pero tampoco tuvieron resultados: sus jefes ni siquiera los escucharon.  

Así es que pasó el tiempo entre abogados, juzgados, careos, testigos, oficinas municipales y aportación de pruebas, pero sobre todo, entre la pérdida de tiempo y de dinero. Mucho dinero, ni los abogados ni las autoridades ni los funcionarios menores tenían llenadera. Cuando se dieron cuenta ya los había alcanzado el 2020: 17 años de un pleito largo, caro, tedioso, desgastante, pero, sobre todo, sin visos de solución, cualquiera que fuera.  

Para este año el gasto del juicio casi había alcanzado el precio del enorme terreno que los hermanos se disputaban y ninguno de ellos, en estos larguísimos años, daba su brazo a torcer. Rechazaron una conciliación que cualquiera que fuera su forma, les resultaba ventajosa en comparación con un juicio lleno de vicios e intereses de terceros que no eran de la familia. Pero el orgullo estaba por encima de la cordura.

Así es que estos dos carnales fueron los primeros en enfermar de covid-19 y por desgracia, los primeros en fallecer. Una mañana Juan amaneció con síntomas raros que se fueron complicando y en menos de 20 días, dejaba este mundo con su terreno incluido. Se lo dejaba a su hermano Fernando que justo cuando iniciaba los trámites para reclamar todo el bien, registró malestar general en el cuerpo y a los 25 días, se iba del planeta dejando sus ambiciones, codicia y terquedad, pero sobre todo, un pleito inconcluso.  

Así es que los hijos de ambos difuntos, que se llevaban bien y que contaban con un mucho de mayor sensatez y madurez, decidieron continuar el tema legal pero ahora sí, cediendo la mitad del predio en disputa a cada familia. Los abogados estaban felices aunque sabían que ahora los hijos no se iban a dejar tranzar. Iniciaron los trámites y se fueron de boca. 

Ninguno de los hijos de los muertos tenía derecho al bien, pues era una herencia en línea directa descendente y de la familia sólo quedaba en vida Micaela, la que nunca tuvo interés ni por el terreno, ni por sus hermanos, ni por sus sobrinos a los que apenas si conocía, ni por lo juicios o triunfos o derrotas. Le interesaba más estar bien de su almita pura y de no pecar en ninguna de sus muchas formas con las que el diablo tienta y condena a la gente.  

Pero como los derechos son irrenunciables, así como sin querer, Micaela se hizo de un enorme terreno en un lugar privilegiado en uno de los cuatro municipios más desarrollados de Tlaxcala y sin despeinarse, una mañana de este mes de agosto de 2020 fue a recibir de forma legal los documentos que la hacían propietaria única de aquel predio que tantos desvelos, hambres, corajes y dinero costó a sus hermanos, que en paz descansen y estén felices donde Dios los tenga.  

Los difuntos rijosos jamás pensaron que ese iba a ser el fin de un terreno dejado como herencia sólo de palabra por parte de su padre viudo y los sobrinos, que incluso ya habían fraccionado el predio en la mente y en el papel, y que ya se lo habían repartido sin necesidad de mentadas ni cachetadas y que incluso ya se habían vendido y comprado los lotes que irían a recibir, vieron pasar de largo el manjar son olerlo siquiera pero sí, viendo cómo es que en esta vida, nadie sabe para quién trabaja… 

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