Aquiles Córdova Morán
Algunas medidas económicas del presidente López Obrador permiten pensar que es partidario de la llamada política de gasto para reactivar la economía, que consiste en elevar primero la demanda de bienes y servicios incrementando el poder adquisitivo de las mayorías y, por esa vía, forzar la elevación de la oferta y, por tanto, la de la inversión. Así se entenderían las ingentes cantidades de dinero que está destinando a sus programas sociales en detrimento de otros importantes servicios que debe prestar el Estado y de la inversión pública. Llaman a esto transferencias monetarias porque estriba esencialmente en dar dinero en efectivo a los más vulnerables sin que estos tengan que dar nada a cambio, algo muy parecido a la sugerencia de Keynes de poner a la mitad del ejército de los pobres a cavar hoyos y a la otra mitad a taparlos, para disfrazar de salario la transferencia gratuita.
El problema es que, ya se siga el camino del gasto o la ruta alterna que llaman de la oferta, al final resulta imposible eludir la necesidad de inversión productiva si se quiere reactivar el crecimiento económico. En efecto, solo con inversión es posible llevar a cabo la instalación de nuevo capital productivo, que es la forma en que se materializa el incremento de la riqueza social y de la capacidad productiva, de la que dependen el empleo, mejores salarios y mayor recaudación fiscal para el Estado. Es verdad que estos beneficios no se dan automáticamente con el crecimiento; puede ocurrir, y de hecho ocurre frecuentemente, que haya crecimiento pero no mayor bienestar para las mayorías, como dice el presidente. Pero lo que a los mexicanos nos importa entender en este momento es que, si hay crecimiento económico, puede haber mayor bienestar; si no hay crecimiento, resulta sencillamente imposible que lo haya.
El presidente López Obrador no parece estar de acuerdo con esto; por el contrario, parece estar convencido de que es posible mejorar las condiciones materiales de la población más vulnerable mediante una mejor distribución de la renta nacional, o sea, simplemente aplicando una política de mayor igualdad y evitando el acaparamiento de la riqueza a través de prácticas fraudulentas y de la corrupción generalizada de las capas privilegiadas. Las graves decisiones que ha venido tomando, incluso antes de asumir formalmente el poder (como la cancelación del NAICM en Texcoco) junto con un discurso hostil, colmado de agravios, insultos, imputaciones gratuitas y acusaciones incriminatorias hacia los personeros del capital, son una prueba clara de su rechazo a la inversión privada por considerarla “rapaz”, “saqueadora” y altamente perjudicial a los intereses nacionales.
Debo aclarar, antes de seguir, que no me cuento entre los partidarios incondicionales de la libre empresa y del libre mercado; que no soy de los que creen que hay una “mano invisible” que, tarde o temprano, acaba armonizando el interés y la ambición privados con los intereses y necesidades vitales de la sociedad en su conjunto. No creo que cualquier intervención del Estado en materia económica provoca distorsiones en el mercado y evita el correcto funcionamiento de sus leyes básicas (principalmente la de la oferta y la demanda), con lo cual impide que arroje los mejores resultados para todos. Este endiosamiento del mercado, de la “mano invisible” que todo lo arregla sin necesidad de la intervención del cerebro humano, y de la eficacia inigualable y el carácter imprescindible de la propiedad privada me parece, como diría Marx, un fetichismo penoso y ridículo, o una defensa, embozada pero consciente, de los inmensos intereses del capital mundial. Me inclino decididamente por las opiniones de Joseph E. Stiglitz, quien afirma que no hay “mano invisible”, que todo mercado es imperfecto y que, por tanto, resulta indispensable su regulación legal y la intervención oportuna del Estado para corregir sus distorsiones y excesos, sin llegar por eso a sustituir la inversión privada, a estorbar su funcionamiento o a competir con ella. También cuando asegura que la teoría del “goteo” ha sido ya totalmente refutada por la práctica, que el neoliberalismo solo ha producido la más atroz concentración de la riqueza y que la redistribución de la renta requiere una política intencionalmente destinada a eso.
Por otra parte, no veo ningún argumento irrebatible para aceptar que solo la empresa privada puede ser eficiente. Creo, en cambio, que cualquier inversión productiva, del origen que sea (privada, social o pública) tiene la misma capacidad para engendrar riqueza, puesto que el capital dinerario no tiene preferencias, no reconoce patria ni matria, “non olet”, como citó Marx alguna vez. El problema es otro. El Estado propietario e inversionista debe acreditar, en primer lugar, que cuenta con el capital suficiente para sustituir al capital privado (en todo o en parte, según el caso); en segundo lugar, que sus empresas pueden competir exitosamente con las privadas, asumiendo una economía de libre mercado, esto es, sin inyección de dinero del erario y sin precios subsidiados. Cuando esto ocurre (PEMEX, por ejemplo), golpea duramente los bolsillos de los contribuyentes; y si se suprimen los subsidios, el golpe lo resienten los consumidores. En ambos casos, la empresa pública queda deslegitimada frente a la privada.
Estas restricciones y dificultades de la inversión pública son las que explican el rol decisivo de la inversión privada en una economía de mercado. Para que la inversión pública ocupe ese lugar preponderante es indispensable revolucionar el sistema económico en su conjunto, y no limitarse a dar pequeños mordiscos y rasguños al capital, que solo consiguen irritarlo, desanimarlo y ahuyentarlo. La consecuencia de una política tan torpe es la retracción de la inversión privada, la reducción de la tasa de crecimiento y la caída en la recaudación fiscal. En una palabra: la crisis económica. Es entonces cuando aparece en toda su necedad e impotencia la política de enfrentamiento visceral del Estado; y no debemos olvidar que la crisis así desencadenada golpeará, casi exclusivamente, a las clases de menores ingresos. Esta es la razón de por qué creo que todo mexicano responsable debe oponerse a la satanización irracional de López Obrador hacia los inversores nacionales y extranjeros que hacen negocio en nuestro país obedeciendo a las leyes del sistema.
El presidente dice en todos los tonos que odia la inversión privada, pero no se atreve a atacarla frontalmente; por el contrario, se contradice penosamente atacando a unos inversores y protegiendo a otros; dividiéndolos arbitrariamente en capitalistas buenos y capitalistas malos, según “ayuden” o no a su 4T, y procura destruir a quienes considera sus “enemigos” dándoles alfilerazos, rasguños y mordiscos allí donde cree que puede o le conviene hacerlo. El resultado de semejante conducta visiblemente atrabiliaria, palpable ya en estos momentos, es una recesión técnica, es decir, crecimiento negativo en los dos últimos trimestres; pronto comenzarán a sentirse con más agudeza los problemas consustanciales a la crisis: mayor desempleo, menores salarios y caída de la recaudación fiscal.
Y es en este contexto que se da la cuasi ruptura diplomática con España. Esta nueva explosión de la incontinencia de carácter del presidente tiene sus raíces en una errónea y trasnochada interpretación de la historia de México y, de modo singular, de la conquista española y los 300 años del periodo colonial. El presidente empeñó su prestigio y su autoridad, casi al inicio de su mandato, exigiendo a El Vaticano y al rey de España una disculpa pública por las injusticias, atropellos y despojos cometidos contra las razas aborígenes con motivo de la mencionada conquista, como si con tal gesto de humillación pública de los “agresores” pudiera remediarse siquiera un átomo de los sufrimientos de quienes los padecieron hace 500 años.
La negativa de España a declararse responsable de crímenes que, ciertamente, no cometió (como dijo el poeta: “crímenes son del tiempo y no de España”), desató la ira del presidente, quien inició una campaña de epítetos denigratorios y acusaciones infundadas, no en contra de los conquistadores (muertos y bien muertos hace siglos), sino contra el Gobierno español y los españoles residentes en México, en particular contra los inversores ibéricos. A estos últimos los ha llamado ladrones, saqueadores, corruptos, abusivos que han hecho pingües negocios tomando a México como “tierra de conquista”.
Esta embestida revivió inesperadamente la viejísima e inútil disputa entre los partidarios a ultranza (aunque digan que no) de nuestras raíces españolas y los nostálgicos de una cultura indígena irremediablemente ida (uno de estos últimos es, precisamente, López Obrador). Y lo llamo debate inútil no por su naturaleza intrínseca sino porque ambos bandos lo abordan con categorías éticas, religiosas, morales, juicios de valor, etc., en vez de emplear un criterio histórico-científico, el único capaz de sacarnos del atolladero. ¿Quién era el más “malo”, cruel e inhumano: los indígenas o los españoles? ¿Quién cometió o cometía los delitos más nefandos y repudiables? ¿A quién asistía el derecho y la razón, a los conquistadores o a los conquistados? ¿Quién benefició a quién? ¿Quién ejercía la dictadura más sangrienta: el imperio español o el de los mexicanos sobre los pueblos sometidos a su férula? ¡Puras pamplinas!
La historia humana, como parte consustancial de la historia del universo material en que vivimos, no se rige por tales categorías y prejuicios ni puede ser sometida por la fuerza a ellas. Se desarrolla siguiendo sus propias leyes internas que son, en esencia, las del movimiento y el cambio universales, que nada tienen que ver con la moral, la religión, los valores o los prejuicios humanos. La conquista sucedió porque tenía qué suceder; así lo exigía la evolución universal, y si no hubiera sido España hubiera sido cualquier otra civilización avanzada la que nos descubriera y conquistara. Así ocurrió también con la propia España y con toda Europa y Asia, como sabe cualquiera que conozca por el forro la historia universal. Es la “Ley del desarrollo desigual y combinado” que dijera Trotski, y contra ella no hay moral ni prejuicios religiosos que valgan.
Así, el actual pleito de López Obrador con España es un anacronismo absurdo y sin sentido, que sería de risa loca si no fuera tan peligroso y potencialmente dañino para nuestra economía. No olvidemos que el capital español es el segundo en importancia después del norteamericano. ¿Piensa acaso el presidente que los capitales yanquis (y todos los capitales extranjeros sin excepción) invertidos aquí, no roban, no saquean, no hacen negocios corruptos ni abusan amparados en leyes hechas a la medida de sus ambiciones? ¿Cree acaso que estos capitales no influían, y más que los españoles, en los gobiernos neoliberales? Y si sabe que son lo mismo (o peores), ¿por qué solo arremete contra los españoles? ¿Por ser los descendientes de Hernán Cortés y de todos quienes conquistaron estas tierras hace 500 años? ¿Por eso los acusa de ver a México como “tierra de conquista”? ¿Quiere que OHL (o como se llame hoy) e Iberdrola paguen el justo valor del oro que quitaron a los indios a cambio de devolverles las cuentas de vidrio con que los engatusaron? ¿Eso le aconsejan sus historiadores de cabecera? Pues quizá hicieran mejor papel como personal de intendencia de Palacio Nacional.