Pandemia y juventud

Bernardino Vazquez Mazatzi Escritor y Periodista

Contrario a lo que se esperaba, el confinamiento de las personas por causa de la pandemia mundial, no fortaleció la unión familiar ni estrechó los lazos filiales en la medida en que se creyó debía ser. El forzado y forzoso encierro por días, semanas o meses no se refleja o no se refleja tanto en el comportamiento de los miembros de una familia ni se percibe un mejor comportamiento de quienes por mucho o corto tiempo vivieron bajo el mismo techo.

Ese tiempo de cercanía obligada en muchos casos reforzó la animadversión de los esposos y ratificó el rechazo de los hijos hacia la autoridad del padre o de la madre o de ambos. El hastío por la cercanía de los parientes y por el encierro prolongado, total o parcial, despertó en los integrantes de ese núcleo un sentimiento poco visible o aceptado como es el rechazo a lo establecido o hacia la autoridad.

La rabia provocada por la impotencia, por el temor y por la incertidumbre fortaleció la idea de una vida vacía, insegura, frágil y de duración dudosa. El desplome de los planes, el cierre del negocio o la pérdida del empleo, la venta obligada de un bien y la latente posibilidad de enfermar o morir hicieron de los individuos presas del deseo por el suicidio o por la emigración, o simplemente hicieron real la separación de la pareja y el abandono del hogar y de los hijos.

Muchos hogares sucumbieron y se desplomó la figura de la familia en una serie de acontecimientos en los que los muchachos se llevaron la peor parte. Testigos cercanos y en carne viva de la tragedia, los jóvenes vieron partir a un miembro cercano de la familia. Para estas fechas, cuentan con la partida eterna del abuelo, del padre o de la madre, de un hermano o de un tío pero en términos generales, saben de lo que es sepultar a alguien en las peores circunstancias ya sea económicas o afectivas.

La sociedad mexicana nunca estuvo prevenida de una situación así. A la sociedad la pandemia la tomó totalmente desprevenida, sin los recursos ni argumentos ni condiciones para hacerle frente a un contagio que en un principio pareció lejana, impropia, imposible e inmerecida. No dio tiempo de prepararnos sicológicamente para explicarnos o tratar de entender una enfermedad mortal. Sin antecedentes ni experiencias recientes, el gobierno en sus tres niveles hizo lo que pudo y sin duda, hizo mucho o al menos lo que le correspondió y de esa forma minimizó o frenó el impacto que pudo ser peor, mucho peor.

En ese entendido, los jóvenes jamás estuvieron preparados para enfrentar o aceptar o entender una situación con esta gravedad. Inquietos, llenos de energía, en plena etapa del descubrimiento, en pleno uso de su libertad y con las ansias naturales de comerse al mundo, los muchachos se vieron sorprendidos por el encierro injusto e inesperado y por lo mismo, inmerecido. Desorientados trataron de saber a qué se estaban enfrentando, por cuánto tiempo y sus preguntas recibieron por respuesta mayor confusión, miedo e incertidumbre.

Algunos en vez de protestar, de buscar y encontrar respuestas, de hacer uso de alternativas y de ocupar su tiempo libre, se sumieron en el mutismo o en la introspección dejando que la duda y el temor ocupara el lugar en el que estuvo y debió estar siempre la esperanza, las ilusiones, los planes y un futuro lleno de argumentos y posibilidades. A muchos se les cerró el mundo, se les cancelaron las alternativas, se les acabo el futuro junto con las ganas y la forma de seguir estudiando: de realizarse.

Hoy esos jóvenes ya menos jóvenes que cuando comenzó la pesadilla, reclaman un espacio acorde a sus nuevas perspectivas. Quieren que se les entienda y acepte según su forma de entender la vida y con lo que aprendieron y experimentaron en sus días de encierro o de prohibiciones. Los hicos buscan respuestas para las que tampoco hay quien las otorgue. Sus expectativas, proyectos y modos o formas de vivir no son ya las mismas, están deformadas por una realidad totalmente diferente.

Los jóvenes de ahora se tienen que ver obligados a crear sus propios espacios para llenar el vacío que dejó la muerte y la falta de oportunidades.

El gobierno, la sociedad, el entorno, tienen que ofrecerles respuestas, mostrarles otro destino y suerte. Los jóvenes, principales afectados por la pandemia, son carne de cañón y objetivo de las adicciones, de la delincuencia organizada, de la frustración y de una vida frustrada por un mal que no acaban de entender y del que son totalmente inmerecidos. La juventud depende de todos, de muchos; negarlos será un suicidio colectivo.

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