Por: Aquiles Córdova Morán
Según Hegel, la verdadera categoría opuesta a la de libertad no es la de dictadura o tiranía sino la de necesidad. Hegel no es el creador de este concepto; su historia se remonta a los filósofos presocráticos y fue Aristóteles el primero en dar una definición precisa del mismo. Abreviando un tanto, podemos entender por necesidad la existencia de cualquier objeto o fenómeno totalmente independiente de la voluntad del sujeto cognoscente (el ser humano) y que, además, se hace presente de modo inevitable siempre que se den las condiciones necesarias y siempre idéntico a sí mismo. Es decir, la necesidad no puede ser eliminada a voluntad ni puede ser modificada en su esencia y funcionamiento por esa misma vía. Existe como necesidad lógica, cuando es resultado de un encadenamiento de ideas, o como necesidad material, cuando nace de un encadenamiento de causas y efectos.
La lucha del hombre, desde que apareció sobre la tierra, ha sido la lucha por la ampliación de los límites de su libertad frente a la necesidad de los fenómenos naturales. Lo que llamamos progreso y civilización es, desde este punto de vista, fruto de la eterna lucha entre libertad y necesidad. Gracias a ella, el hombre ha logrado ensanchar su libertad a costa de la necesidad material; ha logrado domeñar esta necesidad y ponerla al servicio de la conservación de su vida y de sus deseos de bienestar y progreso. Pero si la necesidad toma cuerpo precisamente en lo que no puede ser suprimido ni modificado a voluntad, ¿cómo es que se ha conseguido someterla a esa misma voluntad? Según el mismo Hegel, a través de su estudio profundo e integral, mediante el conocimiento científico de su estructura interna, de la interdependencia e interacción de sus partes constitutivas, de sus relaciones con los demás objetos y de la ley fundamental de su existencia y funcionamiento.
Un ejemplo trivial lo podemos encontrar en la gravedad. Con el conocimiento profundo de este fenómeno universal iniciado por Newton y continuado por otros físicos eminentes, hemos conseguido utilizarla en nuestro beneficio. Y esto de dos modos: a) empleándola como fuerza natural para mover mecanismos útiles, por ejemplo, los relojes de pesas y las turbinas movidas por agua para generar electricidad; b) aprendiendo a contrarrestar su efecto centrípeto empleando fuentes de energía distintas. Gracias a eso, hoy podemos volar en aviones más grandes y pesados que un edificio de varios pisos; podemos colocar satélites alrededor de nuestro planeta para llevar a cabo investigaciones imposibles en la superficie terrestre o traer desde la Luna muestras de rocas para estudiarlas. Incluso armas capaces de atravesar los océanos para alcanzar blancos en otro continente. Y todo esto sin haber suprimido la gravedad ni modificado su forma originaria de obrar.
Con lo dicho, estamos en capacidad de entender la profunda racionalidad científica de la definición hegeliana de libertad: la libertad –dijo– es el conocimiento de la necesidad. Esto implica que los seres humanos solo somos realmente libres cuando obramos con conocimiento de causa, cuando estamos lo suficientemente bien informados sobre lo que nos proponemos hacer o sobre el objeto que pretendemos manipular. Cuando actuamos movidos solo por nuestra voluntad o por nuestro deseo, no estamos actuando como seres realmente libres sino como esclavos de nuestra ignorancia, como juguetes de nuestra falta de conocimiento de la necesidad, aunque estemos convencidos de lo contrario.
Traigo a colación todo esto motivado por el decálogo que acaba de recetarnos el presidente López Obrador como el remedio más eficaz contra la pandemia del coronavirus que nos tiene a todos con la soga al cuello. Esta plaga, comparable por sus estragos a las siete plagas de Egipto, es cosa seria, muy seria. Ya ha causado la muerte de poco más de ciento ocho mil mexicanos pertenecientes a los estratos de menores ingresos de la población, muchas de las cuales pudieron haberse evitado con una política más responsable, científicamente diseñada por especialistas en la materia y con recursos suficientes para su instrumentación. No se hizo antes y no se hará ahora ni en el futuro; en su lugar es que ahora se nos receta el decálogo presidencial.
Pero no es de la eficacia o ineficacia médica de tal decálogo de lo que quiero ocuparme hoy, sino de la declaración enfática del Presidente de que su aplicación no es obligatoria sino absolutamente voluntaria. Este Gobierno, subrayó, no es autoritario ni dictatorial, sino profundamente respetuoso de la libertad de los ciudadanos. Nada por la fuerza –resumió– todo por la razón y el convencimiento. Y creo no equivocarme si digo que a más de uno de nosotros (incluidos columnistas y reporteros especializados y uno que otro poderoso empresario), este discurso le pareció de perlas, lo dejó plenamente satisfecho y reconocido y no perderá oportunidad de manifestarlo públicamente. A pesar de ello, a mí me parece que se trata de una maniobra más del Gobierno de la 4ªT, de una peligrosa trampa que juega con la vida de quienes tienen menos defensas intelectuales para descubrir la navaja oculta dentro del pan que se les ofrece.
En efecto, es una falacia calificar como “libertad” el permitir que los ciudadanos salgan a la calle sin ningún obstáculo; dejarlos aglomerarse sin ningún control en tiendas de autoservicio, centros comerciales y tianguis, y comer en la calle en expendios expuestos a todo tipo de contaminación; celebrar fiestas y reuniones con familiares y amigos, etc., todo ello sin más restricción que la “respetuosa” invitación a aplicar el decálogo o la que les pueda imponer su propia conciencia del peligro, a sabiendas de que la necesaria consecuencia, como lo prueba la experiencia mundial y lo grita la Organización Mundial de la Salud, será el contagio masivo y la muerte de muchos ciudadanos más. La maniobra consiste en dar por hecho que todos los ciudadanos poseen la información suficiente sobre el comportamiento del virus, sobre las vías de contagio de que se sirve, sobre la agresividad que puede desarrollar de acuerdo con el estado de salud de cada quien y sobre los recursos de que debe echar mano en caso de urgencia.
Nada de esto es verdad y el Presidente lo sabe muy bien. ¿Por qué lo hace entonces? Hay varias razones. En primer lugar, al promover con bombo y platillo su decálogo, el Presidente desarma (o pretende desarmar) a quienes lo critican por su total inacción frente a la pandemia. En segundo lugar, al advertir que su aplicación no es obligatoria sino totalmente voluntaria, se disfraza de un demócrata convencido y ejemplar y no como el déspota que todos vemos en las mañaneras. Pero el objetivo más importante es enviar el mensaje al ciudadano común y corriente de que la pandemia no es ni tan peligrosa ni tan mortal como afirman sus críticos, ni exige, por tanto, restricciones y privaciones drásticas como el confinamiento domiciliario que predican los alarmistas. Con esto último el decálogo, que en apariencia es un llamado a todos a tomar precauciones contra la pandemia, se convierte en una invitación a salir a las calles con entera libertad y sin tomar ningún tipo de precauciones, en un llamado a incrementar los contagios y las muertes que ya hoy alcanzan niveles de tragedia nacional.
Con este llamado, subliminal pero eficaz, a que la gente se vuelque a las calles sin ningún temor ni reserva, se persiguen tres objetivos más o menos visibles. 1) Proteger a los grandes almacenes, comercios y tiendas de autoservicio de una drástica caída de sus ventas en esta temporada navideña. 2) Descartar definitivamente un nuevo enclaustramiento y, de ese modo, ahorrarse el desembolso de una pensión universal para ayudar a las familias recluidas, por una parte; por la otra, evitar una nueva suspensión de la actividad económica, ya muy deteriorada por el pésimo manejo que ha hecho de la economía el actual Gobierno y no resistiría una nueva suspensión prolongada. 3) Ante el crecimiento acelerado de contagios y muertes por el descontrol masivo de la gente, el Presidente está preparando el terreno para echar toda la responsabilidad sobre las espaldas de las víctimas cuando eso ocurra, acusándolas de no haber hecho caso de su decálogo. Una forma de lavarse las manos que envidiaría el mismísimo Poncio Pilatos.
Un gobierno serio y responsable sabe que tomar medidas obligatorias para salvar vidas no es atentar contra la libertad de los ciudadanos, sino un deber elemental que, de no cumplirse, lo convierte en reo de un delito por omisión. Para responsabilizar sin dolo a los ciudadanos por las consecuencias de su conducta, debe garantizarse primero que cuentan con la información y los recursos suficientes para tomar la decisión correcta. Solo así, de acuerdo con la definición de Hegel, la opción que elija el ciudadano será un verdadero ejercicio de libertad. De lo contrario, será una víctima inocente de su desconocimiento de la necesidad, y quien lo empuja a hacerlo comete un acto pasible de castigo. Y no solo moral.
En nuestro caso, es evidente que los mexicanos, en su gran mayoría, desconocen lo indispensable para protegerse del coronavirus, en buena parte por culpa de la conducta y los mensajes equivocados del mismo Presidente, quien no se recata para desvirtuar el peligro del virus, para despreciar medidas elementales como el uso de cubrebocas y para invitar a la gente a salir, a darse abrazos y besos en la mejilla, asegurando que “no pasa nada”. Si la gente estuviera bien educada e informada sobre el problema, su conducta y su decisión serían otras: se enclaustraría y exigiría al Gobierno la ayuda necesaria para sobrevivir en esas condiciones. Lo haría asumiendo como
necesidad cuidar de su propia vida tanto como de la de toda la comunidad, puesto que fuera de ella, su propia vida sería imposible. Eso sería un verdadero acto de libertad, una consecuencia de haber entendido que ésta no es más que el conocimiento de la necesidad, y desecharía la sugerencia solapada del Presidente. Pero desgraciadamente no es así. Y por eso tiene que ser salvada aun contra su voluntad, cosa a la que se resiste con argucias retóricas el Gobierno de la 4ªT.