I. Carolina Campos
María, nombre ficticio de nuestro personaje, pero cuyo caso es real, vivió en un municipio del centro geográfico de Tlaxcala. Cuando cumplió 16 años incursionó en el estudio pero no pudo continuar la prepa: diversos factores intervinieron para dejar la escuela. Primero porque no le interesó adquirir más conocimiento, luego porque ni había suficiente dinero en la casa y finalmente, porque conoció a un chico del cual se enamoró.
Por ese entonces ya estaba de moda entre los muchachos “juntarse y separarse” en una relación de pareja. Así es que María se fue a vivir a la casa de su galán sin oficio ni beneficio, a la casa de los papás de él que aunque se opusieron ante la juventud de ella y la irresponsabilidad de su hijo, acabaron por darles un cuarto de azotea para que hicieran vida.
Su relación no tuvo éxito; era de esperarse por todos. Así es que la chica se regresó a la casa de sus padres pero, ya iba embarazada. Eso es normal; eso es lo que queda después de una decisión tan apresurada y equivocada. Así es que la niña de papá y mamá tuvo a su bebé cuando cumplió los 17 años de edad. Del padre de la criatura ni hablar… eso pasa siempre.
A partir de entonces María se descuidó en su arreglo personal. Se veía fatal. El niño la enfadaba, la sacaba de onda, decía. Se volvió grosera con su familia y con su bebé. Sus padres la reprendían y como castigo, la separaron en un cuarto dentro de la misma casa, en la que ella debería lavar su propia ropa y del niño, hacerse su propia comida y hacer todos sus quehaceres del hogar. Le dieron una cama, cobijas, trastos, una estufa vieja y escoba y trapeador. La hicieron independiente.
Pero maría, como casi todas las niñas de su edad e incluso mayores, no sabía cocinar. No tenía ni la mínima idea de que la comida debería tener sal y en su justa medida; ignoraba cuándo el guiso estaba listo o todavía crudo, no sabía freír un huevo… así es que empezó por comprar quesadillas y tacos y refrescos. Eso le quitó una preocupación.
Un día descubrió que era lo mismo esa forma de alimentación y los productos chatarra. Compraba, con el dinero que le daban semanalmente sus padres, sopas instantáneas, papas adobadas, chicharrines enchilados, chicharrones preparados, donas, mantecadas y panqués. Y mucho refresco, sobre todo de cola. Eso comía de vez en cuando pero cada vez más seguido.
Así es que con el paso del tiempo María empezó a denotar algún tipo de enfermedad. Si antes era de complexión delgada, entonces se puso flaca. Era raro pues no le daba pecho a su nene. Pero su palidez alertó a sus padres que la llevaron a un médico que diagnosticó anemia. Le recetó vitaminas, una dieta de verduras, leche y carne. Pero sobre todo, nada de comida chatarra. Nada irritante ni carente de nutrimentos.
Hasta entonces la familia ignoraba que María gastaba la mayor parte del dinero en “porquerías” y no obstante que ella misma se reconocía como mal en su salud, no siguió la dieta, no tomó los medicamentos prescritos, no dejó de comer chatarra. Así es que su salud iba en deterioro cada vez más y cada vez más, eran más frecuentes las visitas al médico. En poco tiempo su imagen y estado físico dieron señales de alarma: maría empeoraba.
Si bien en un principio salía a caminar, se reunía con amigas, compartía con la familia, iba a misa o a algún festejo cercano, con el tiempo cayó en cama. Ya no tenía fuerzas para levantarse y cuidar a su hijo. Cuando se recuperó un poco y regresó a su cuarto volvió a consumir productos basura. Como antes cargaba bolsas llenas de frituras, a granel o empaquetadas, grandes y pequeñas, enchiladas o con mucha sal.
El resultado no tardó mucho en reflejarse: María volvió a sentirse mal y esta vez tuvo que llegar al hospital en ambulancia y prácticamente en estado de coma. No había esperanzas de salvarle la vida. En realidad estaba grave. Su hábito por consumir productos sin contenido proteínico, sin vitaminas ni control alguno, había hecho colapsar algunos órganos vitales.
Su niño cumplió 2 años y medio cuando María murió, ella apenas iba a cumplir los 20 años de edad. Sus padres no se explicaban por qué una niña tuvo que fallecer en la flor de la vida, y por qué de un padecimiento derivado de la falta de alimentos sanos, por qué de una anemia severa que incluso se había convertido en cáncer de estómago y de intestino. La vieron tan delgada como un esqueleto, tan blanca y transparente como si hubiera sido de papel.
El velorio se llevó a cabo en la casa familiar. Había espacio para recibir a los dolientes, a los amigos y familiares, a todo aquel que les llevara el pésame. Así es que desarmaron muebles, quitaron la lavadora, subieron a la azotea a los perros y pollos, eliminaron objetos inútiles y dispusieron del pequeño patio para colocar la capilla mortuoria, el féretro, las flores, las coronas, las sillas.
Al cuarto que fue de María iban a llevar otros objetos para hacer más espacio. Pero cuando entraron, enorme fue su sorpresa al encontrar un basurero, prácticamente un relleno sanitario. Abajo y sobre la cama había grandes cantidades de bolsas y demás empaques de productos chatarra. Sobre la estufa, en la que en los dos años recientes no se cocinó un huevo, estaban apilados muchos botes de refresco de cola, en el ropero aún había producto para consumir y muchas rebanadas de pizza echada a perder. María vivió sus últimos años en un basurero, en su propio basurero, en su basurero individual.
María se suicidó, sí, adoptando un hábito por desgracia muy común en nuestros días: la aceptación y preferencia de lo insalubre, químico, lo no alimenticio, lo más dañino, lo más popular y consumido: la chatarra.
Jorge, su padre, muy joven para su tragedia, se encuentra acabado, no acepta el destino de su hija y se duele por la criatura que tiene en sus brazos y que es su nieto. Maldice a las empresas que producen veneno disfrazado de comida; se culpa de no haber vigilado a su muchacha, no acepta que la gente muera por productos que están al alcance de la mano, al alcance de todos los niños, a precios de risa y lanza una advertencia a la sociedad: no dejen que sus hijos mueran envenenados con porquerías.
Nos retiramos del hogar en desgracia cuando ya va a empezar el rosario principal. Huele a incienso, a tragedia; no es justo dice el papá, abatido; le damos un abrazo y en silencio salimos…
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