Las mujeres de mi barrio y un palacio amurallado
Hace algunos años hablé de Esperanza, pero seguramente muy pocos lo saben y de esos nadie ya se acordará. Era Esperanza un personaje de mi barrio, que apareció, así de pronto, como de la nada. ¿De dónde venía?, ¿quién había sido?, ¿cómo había llegado?, nada de eso se sabía. Lo único que sabíamos es que era mujer y se llamaba Esperanza. Era robusta sin caer en la categoría de gorda, trabajaba en lo que la empleaban pero siempre se las arreglaba para ingerir bebidas alcohólicas. Y cuando luego de tomarse el alcohol, el alcohol la tomaba a ella, había que ser muy valiente para pasar cerca de donde se hallaba. Gritaba e insultaba a diestra y siniestra y no pocas veces llegaba a los golpes contra quien fuera y por lo que fuera. No tenía un lugar fijo donde dormir, de forma que con frecuencia, se tendía sobre la banqueta debajo de una gran cantidad de hojas de periódicos que de no ser por el alcohol seguramente no serían suficientes para que ella no sintiera frío.
Dejamos de ver a Esperanza y todos la dimos por muerta, porque se difundió el rumor de que la había atropellado un autobús. Pero de pronto otra vez como de la nada, reapareció Esperanza con dos muletas y sin una pierna. Entonces por el barrio se volvieron a escuchar inspiradas por el alcohol, las palabras altisonantes, de la nueva Esperanza. A las agresiones físicas se les sumaron ahora, dos muletas de palo. Luego, a la suma de las dos muletas se le restó una y después a esta una que le quedaba, se le volvió a restar una y Esperanza, sin muletas comenzó a arrastrarse como un enorme gusano. No por esto dejó las borracheras, más bien, se las apropió como parte de su estado normal de vida. El espectáculo fue más aterrador, un enorme gusano ebrio, se arrastraba por las banquetas, entre la basura, a veces bajo la lluvia, en la oscuridad o a pleno día. Un enorme gusano, o mejor dicho una gran gusana sucia reptaba lastimosamente por la calle, exhibiendo entre sus ruines harapos algunos rasgos de mujer. No sé en qué momento desapareció, pero se esfumó igual que otros personajes callejeros de mi barrio, sin dejar rastros de su mísera existencia. Sobre las carcomidas, duras y grises banquetas de concreto, nuestra Esperanza desapareció para siempre.
Existió también una Alicia, que había emigrado del País de las Maravillas. La veíamos venir entre los transeúntes, de tarde en tarde, caminando como un gorrión, porque a veces los gorriones se ven en la necesidad de caminar. Ella era más o menos esbelta y de edad alrededor de los 40 años. Los labios pintados de rojo, cabello largo ensortijado, acomodado y adornado con un prendedor. Falda y blusa baratas muy sencillas y limpias. Las uñas siempre pintadas y brillantes; de su infaltable bolso, sacaba, frasquitos de perfumes, barniz y todo tipo de cosméticos, siempre a la venta. Ella me dijo, que podía aplicarme en las uñas un líquido transparente, para que me brillaran. Y si yo tratara de describir a Alicia con una palabra, diría: rutilante.
Nos contaba historias del País de las Maravillas donde ella habitó. Tuvo unos padres buenos, que le daban consejos por su bien, pero ella no los obedeció, entonces recibió un castigo. Cuando se ponía la feria a un lado del atrio de la iglesia, llegaban entre muchas “diversiones”, seres fantásticos y aterradores que casi siempre eran mujeres, la mujer araña, la mujer tortuga, la mujer serpiente. Se habían transformado en tales seres, porque desobedecieron a sus padres. Pero Alicia, no se convirtió en monstruo, aunque también fue desobediente, solamente sufrió leves transformaciones físicas. La mano izquierda se le secó, se le arrugó como una rama de un viejo árbol, pero solamente la mano, los cinco dedos se contrajeron, se arremolinaron casi hasta hacerse nudo. Y su pie derecho se dobló, de modo que ella no caminaba sobre sus dos plantas sino sobre una, la izquierda, y el empeine de la derecha. Caminaba a saltitos ligeros, como un gorrión.
Para subsanar esos defectos que el maquillaje no podía ocultar, sus manos siempre estaban bien arregladas y sus zapatos como los de una bailarina de clásico, siempre limpios y conservados. Ella sufrió este castigo por desobedecer a sus padres, por portase mal, tan mal, que engendró a un hijo sin el consentimiento paternal, ni maternal, y se lamentaba de ello, de haber traído al mundo y haberlo perdido de vista, a Caín o, no estaba segura, si era Abel. Desde entonces, tras el pecado original, fue desterrada del País de las Maravillas y tuvo que luchar para ganarse el pan con el sudor de su frente. Alguna vez Alicia se alejó entre la afanosa muchedumbre citadina, se mezcló entre cientos de personas y dando pequeños saltitos poco a poco se fue borrando, se esfumó.
Había más mujeres, todas con diferentes perfiles; aparte de las callejeras con historias de vida turbulentas, las había hogareñas, pero estas a veces, tampoco se salvaban de las turbulencias. Muchas de ellas eran golpeadas fuera o dentro de sus hogares. En ocasiones el patio de la vecindad bullía en lo mejor de la fiesta, el “Sonido la Changa” o alguno otro tocaban sus mejores rolas, y de algún departamento surgía un lamento, casi maullido y una voz que suplicaba: ¡por favor ya no me pegues! En ese momento, la fiesta desbordándose… no se sabía que hacer: llorar o tal vez ¿reír?, ante la presencia de tantas mujeres, diferentes perfiles, multitud de siluetas y muchas de ellas, no se resignaban a ser convertidas en gusanas o a ser perpetuamente desterradas del paraíso.
De estas que tenían dignidad, también conocí a algunas. Tal es el caso de María Elena, quien vivía hacia el sur del barrio, cuando a ese sur todavía no lo invadía la nostalgia. Ella era de piel clara y ojos verdes, usaba el cabello lacio y casi nada de maquillaje, sus finos labios con frecuencia dejaban ver una blanca sonrisa que anunciaba bondad y franqueza. Egresada de Economía del Politécnico fue una joven maestra y una gran amiga. Después de sus clases de matemáticas, me habló de la lucha de clases ya casi para salir de la secundaria; puso en mis manos la primera novela soviética y en mis oídos las primeras canciones de protesta. Me regaló “El Capital”, pero antes me presentó a Marx en una versión para principiantes. Yo me estremecí ante la claridad con que se iluminó mi nuevo horizonte. Frente a ella comprendí que una mujer es algo más que un objeto decorativo y que un hombre puede seguir siendo niño delante de una mirada de mujer inteligente y fraterna. Ella me introdujo en un mundo desconocido pero muy cercano al que yo habitaba, un mundo que se desarrollaba en el sótano de alguna librería, o a la luz de “La casa del lago”, o en plena avenida Juárez o en fin, dentro del Auditorio Nacional. Con ella asistí a conversar en pequeños grupos de gente que militaba en la izquierda, de los labios de María Elena, escuché por primera vez la frase: “el comité central del partido está burocratizado”; este era un tema recurrente en ella, porque María Elena, tal vez pertenecía, hoy así lo creo, a una “célula”, a una agrupación Espartaquista.
En mi despertar a la vida consciente, todavía no entendía yo muchas cosas, pero tampoco había mucho tiempo para ponerse a dudar. Así, muy pronto llegó la hora de iniciar la marcha. Entonces María Elena me dijo: “Ahora que vas a entrar a la Universidad, organízate. Solamente aléjate de los pescados (PCM) y de los troskos (PRT). De ahí en fuera, organízate con quien mejor te parezca”. Y al entrar a la universidad me organicé con quien mejor me pareció. Desde entonces heme aquí, militando en el Movimiento Antorchista Nacional. Pronto regresé a informarle de mis progresos teóricos y organizativos, le invité a unirse a nuestras filas, en ese momento poco numerosas, pero como siempre, muy enérgicas. Sentí gran pesar al no poder convencerla pero al mismo tiempo me sentí satisfecho ante su aprobación para que yo siguiera por la senda elegida. Una tarde me despedí de María Elena cerca del metro La Raza, un firme y a la vez delicado apretón de la mano, un beso en la mejilla y nunca más nos volvimos a ver… Hoy, ya uso lentes y veo con más claridad las cosas. Pero desde María Elena empecé a entender que en nuestro país, de la “democracia bárbara”, la izquierda no es un grupo homogéneo, sino que está compuesta por diferentes corrientes políticas y que hay un sector de la izquierda que se ha extraviado, ha perdido rumbo y por lo mismo no está en condiciones de poder dirigir al proletariado y a las clases populares en su lucha por una sociedad más justa.
A través de los años la inexistencia histórica de la cabeza del proletariado, como diría María Elena parafraseando a Revueltas, ha quedado demostrada hasta físicamente. Las siglas (PCM), se fueron perdiendo, fueron desapareciendo como una persona que se aleja hasta desaparecer en la nada. Las rojas letras del partido se oscurecieron y se convirtieron, tras varias metamorfosis, en MORENA, la “esperanza de México”, que mucho me recuerda a la Esperanza de mi barrio degradada hasta el envilecimiento. Seguramente en la militancia de este partido habrá honrosas excepciones, gente que realmente quiera luchar por un cambio en favor del pueblo, para ellos, mis respetos. Pero a la plana mayor de ese partido empezando por Andrés Manuel López Obrador, vaya mi sincero repudio, porque son verdaderos farsantes, como lo demuestran los últimos acontecimientos, cuando las mujeres salieron a la calle a exigir justicia y atención a sus demandas, el presidente que debería escucharlas, atenderlas y resolver sus problemas, en lugar de ello, ordenó levantar una muralla en torno al palacio. Ese presidente, que se oculta tras una muralla ante el reclamo del pueblo, no es de izquierda, o es de izquierda pero de esa izquierda claudicante y traidora que ha renunciado a la defensa de su pueblo.