La Semana Santa del recuerdo

Bernardino Vazquez Mazatzi/Escritor y Periodista

Desde hace mucho tiempo la Semana Santa perdió su sentido de ser, su origen. Actualmente no tiene el mismo significado de hace cuarenta o cincuenta años. Antes representaba la oportunidad para el recogimiento, la oración, la reflexión y hasta servía para fortalecer los lazos familiares pues era tiempo para estar con los hijos, los yernos y nueras…

Por ejemplo, la llegada de la también llamada Semana Mayor tenía mucho que ver con la ilusión de estrenar ropa. Todo el año los papás ahorraban y el lunes o martes llevaban a los hijos a la plaza a comprar trapos nuevos que deberían vestir el Viernes Santo y lucir en la procesión. A veces no alcanzaba para dotar de prendas a todos los hijos pero de todos modos, estrenaban la camisa o el pantalón del hermano mayor que ya había crecido. Mamá estrenaba rebozo, vestido y zapatos; papá, pantalón, camisa, huaraches y sombrero.

Esas fechas también significaban disfrutar de la fruta de temporada. Una sandía, la más roja, grande y jugosa, era la infaltable en la mayoría de los hogares. También se adquirían en el tianguis, melones, mangos y naranjas, mismas que eran degustadas en familia el Viernes de Pasión, después de las Tres Caídas. Lo que quedaba se consumía el Sábado de Gloria, día que seguía siendo de guardar incluyendo el domingo de resurrección, cuando definitivamente se eliminaba todo vestigio de fruta.

Por aquellos días también se acostumbraba a comprar palanquetas, alegrías y pepitorias u obleas. Compartir con la familia estos riquísimos dulces también representaba un motivo de unión y sin duda eran tiempos de ingresos para quienes venden esos productos pues no hay hogar que no compre cuando menos dos paquetes de cada uno. Para los niños, además, había matracas, unos juguetes coloridos y tradicionales que hacían mucho ruido.

La Semana Santa era de un profundo respeto religioso. El viernes en casa no se podía encender fuego por ello, mamá hacía tortillas y comida además para sábado y domingo tampoco se debía escuchar música pues se suponía que eran tiempos de luto por la muerte de Jesucristo. El radio se encendía hasta el domingo. Estaba vedado hacer uso de las herramientas de labranza y acercarse al taller u obraje era pecado. Tampoco estaba permitido golpear a alguien así sea en juego: quien lo hiciera era considerado Judas Iscariote.

Toda la familia estaba obligada a participar en las actividades religiosas organizadas y preparadas para toda la semana. Desde el Domingo de Ramos con su procesión por las calles principales, la aprehensión del Señor a cargo de los soldados romanos, siguiendo con la ceremonia del Divino Preso, hasta la procesión de las tres caídas, las 7 palabras, la misa de Gloria y la del domingo de Pascua. Todas eran seguidas por la familia que tenía que confesarse y comulgar, por ley.

Esa era la Semana Santa de antes, cuando no había necesidad de escenificar o parodiar o hacer representaciones de las escenas relacionadas a la vida, pasión y muerte de Jesucristo. Eso antes de significar vacaciones, antros, borracheras, pretextos para los excesos, peleas y derroches absurdos e innecesarios. Así se vivían los días santos sin necesidad de apretujarse en las terminales aéreas ni las de autobuses ni hacer visiones en las playas o balnearios. La gente vivía plenamente su fe, reforzaba su religión y respetaba todo lo que ello representa.

La semana santa se conmemoraba antes, era cuestión de fe y religiosidad, de oración y meditación; ahora la celebran, o festejan y gozan. De no ser por la contingencia sanitaria de estos días hoy, como años antes, hubiera habido fiestas, bailes, convivios con los amigos de la cuadra, cubetazos de agua en la calle o vecindario, viajes a los destinos de playa con sus respectivos accidentes y no regreso de algunos; de no ser por el covid -19 la historia, este año, se hubiera repetido y mejorado.

Las semanas santas de hora son muy diferentes, nada qué ver con las de mis recuerdos.