Aquiles Córdova Morán
Hace pocos días (no creo que haga falta precisar fecha y lugar) leí la noticia de que un grupo de jóvenes organizados en la Federación Nacional de Estudiantes Revolucionarios “Rafael Ramírez” (FNERRR), estudiantes en diversos centros educativos de nivel medio superior y superior, marcharon a la Secretaría de Educación Pública (SEP), en la Ciudad de México, con la esperanza de hacer oír sus peticiones por el titular de esa Secretaría después de haber agotado inútilmente las gestiones ante el Gobierno de la Ciudad de México y la Secretaría de Gobernación federal, encontrándose con que las puertas del edificio estaban cerradas a piedra y lodo y fuertemente resguardadas por un grupo de granaderos que encaró a los jóvenes en actitud amenazadora. Es decir, que los esperaban preparados como para enfrentar a un ejército enemigo. Semejante información me provocó sorpresa, incredulidad y un fuerte deseo de solidaridad con los jóvenes maltratados y con la juventud estudiosa de mi país en general.
El hecho me recordó algo que me tocó vivir siendo estudiante de secundaria en Champusco, Puebla, un internado para hijos de campesinos pobres. Resultó que un buen día, sin previo aviso ni explicaciones de ningún tipo, se nos informó que los planes de estudio habían sido modificados “por la superioridad” y que, a partir de ese momento, dejaríamos de recibir educación secundaria para dedicar todo el tiempo a nuestra “educación como agricultores modernos, capaces de elevar la producción agropecuaria del país”, ya que este era el verdadero propósito de los internados como el nuestro y no el de convertirnos en prófugos del campo con un título en la mano. Se trataba, pues, en pocas palabras, de cerrarnos el camino para hacer una carrera. Como era de esperarse, el “nuevo plan de estudios” fue rechazado por aclamación y, ante lo irreversible de la medida, no hubo otro camino que declararnos en huelga. Las autoridades escolares intentaron disuadirnos, primero, con “razones”, pero al no lograrlo, optaron por llamar a la fuerza pública. Ignoro por qué razón el que acudió fue un piquete de soldados pertenecientes a la partida militar acantonada en la ciudad de Atlixco; nos sometieron fácilmente, nos subieron a los transportes militares y nos encerraron en el cuartel. Permanecimos ahí 48 horas; las primeras 24 privados de agua y de alimentos, y solo podíamos ir al sanitario si un soldado, calada la bayoneta, iba tras de nosotros, supongo que para “evitar una fuga”. Desde entonces me prometí que, cualquiera que fuese mi futuro, dedicaría mi vida a defender a los débiles y desamparados de los abusos de los poderosos, y mal o bien, he cumplido mi promesa.
Todo esto se me vino a las mientes al enterarme que, 60 años después de mi traumática experiencia, los estudiantes mexicanos que no se resignan con las precarias condiciones en que viven y estudian, ni con el papel que el sistema educativo nacional pretende hacerles desempeñar por el resto de sus vidas, siguen recibiendo un trato muy parecido al que recibimos, en tiempos ya lejanos, los hijos de campesinos pobres que no queríamos vivir la misma vida de privaciones que nuestros padres. Junto con esto, también me sentí motivado a reflexionar, una vez más, acerca de la calidad de la educación que se imparte en el país y de la parte de responsabilidad que compete a la juventud estudiosa de hoy, sobre todo a la de los peldaños superiores, en la permanencia de tal situación y de los principales problemas que la determinan. Me pareció y me parece obvio el derecho (y el deber) de los estudiantes actuales, de promover y participar activamente en el diseño de una propuesta alternativa de reforma educativa que realmente remedie todas las deficiencias de la educación nacional y la transforme en una herramienta eficaz para sacar al país del rezago científico y tecnológico en que se debate y que es uno de los lazos (y no el menos fuerte) que nos atan a los intereses económicos del neoliberalismo rampante que nos viene impuesto por los EE. UU.
Creo que es posible afirmar, grosso modo, que desde los históricos acontecimientos del 68, el movimiento estudiantil nacional no ha vuelto a contar con una organización fuerte, bien estructurada, con verdadera representatividad entre las bases estudiantiles y con un programa de lucha que recoja los problemas esenciales de la crisis educativa que padecemos. No quiero decir que los estudiantes carezcan de opinión política y económica y que no la hayan manifestado y defendido con vigor y entereza en diversas ocasiones, sino que no hemos vuelto a ver y oír de una organización estudiantil enfocada hacia los problemas estudiantiles, hacia las carencias y distorsiones que sufre la educación nacional y que repercuten en la formación y en el futuro de los estudiantes, de ese importante sector de la vida nacional que son quienes hoy están formándose para participar mañana en las grandes decisiones nacionales. No los vemos enarbolar demandas que impacten directamente en la problemática educativa nacional, planteamientos que reflejen la crisis de la enseñanza y de la investigación científica y técnica que todos sabemos y reconocemos como una realidad. Pareciera como si alguien hubiera convencido a la gran masa estudiantil de que es egocentrismo imperdonable ocuparse de las carencias de la educación, en un país donde la pobreza y la desigualdad de las mayorías crecen a cada minuto, y en donde la falta de libertades y derechos políticos hacen imposible la conquista democrática del poder de la nación para intentar desde ahí poner remedio a esos flagelos.
Pienso que aunque todo esto es cierto, no deberíamos olvidar que la crisis de la educación y la investigación científica y técnica no es algo independiente y ajeno a los problemas económicos y sociales, sino que, por el contrario, es la resultante del estado de la producción económica, de la mayor o menor calidad técnica y organizacional del aparato productivo. Es éste, en última instancia, el que determina el contenido, la forma, y la calidad de la actividad educativa y científica de un país. No se puede soñar en tener una educación de excelencia y una alta producción y productividad de conocimientos e innovaciones científicas y técnicas en un país cuya economía es débil, anémica y dependiente de otras economías más poderosas que la limiten en su desarrollo y la sometan a sus propios intereses. Por tanto, una verdadera reforma educativa, que realmente quiera acabar con esa anemia y esa dependencia, resulta ser algo indispensable para lograr una auténtica mejora en las condiciones de vida de las grandes masas populares. La lucha de la juventud estudiosa por una revolución educativa en México equivale, de acuerdo con esto, a una lucha en pro de la eliminación de la pobreza y la desigualdad que afligen a las mayorías, y no al olvido egoísta de la solidaridad con el pueblo trabajador. Es verdad que la trascendencia de semejante propósito lo hace particularmente difícil de alcanzar, pero una causa realmente transformadora nunca debe valorarse solo en relación con las posibilidades de éxito inmediato; más importante que eso es sembrar en la conciencia nacional la idea de su necesidad, de que es indispensable para construir un país mejor, más independiente, rico y equitativo con todos sus hijos. Parafraseando a Trotsky diríamos: lo importante no es ganar la revolución educativa para la juventud y la nación, sino ganarse a ambos para la revolución educativa y para el cambio social. Opino que esta es la tarea principal de la actual generación estudiantil, y es para ello para lo que hace falta una organización bien estructurada, representativa y con visión clara de lo que el país necesita.
Para terminar, debo recordar que todo cambio social trascendente requiere, para triunfar, la confluencia de la conciencia social organizada y de las condiciones materiales favorables en un momento dado. A la lucha de los estudiantes y el pueblo corresponde crear la conciencia social; al “viejo topo” de la historia corresponde generar las condiciones materiales propicias. Es posible que el triunfo de Donald Trump y sus planes de renegociar de modo abusivo el TLC o renunciar a él en caso contrario, genere sin proponérselo las condiciones materiales propicias para un cambio revolucionario en la educación del país, cambio que serviría de punto de partida para levantar una economía fuerte, productiva y competitiva a escala planetaria. Parece que la hora de México se acerca. Por eso opino que los jóvenes “fenerianos” que se animaron a ir a tocar las puertas de la SEP están en lo correcto al demandar educación de calidad para todos, a pesar de que su lucha se vea pequeña e insignificante por ahora al grado de que se les reciba como a tropa enemiga. Su iniciativa y su arrojo, a la luz de lo dicho, pueden resultar muy fecundos y trascendentes para el movimiento estudiantil nacional, y de ahí mi aplauso y mi ansia de solidaridad con ellos. Toda gran causa, todo gran proyecto, empieza siendo “ridículo e insignificante” a los ojos de sus enemigos y opositores; pero no son ellos, sino el movimiento real de la sociedad y de la historia, el que dirá la última palabra.