La ingratitud de los hijos, es un puñal en el corazón de una madre: Anita

No se dan cuenta del gran tesoro que tienen al contar con sus padres

 

Por I. Carolina Campos

“La ingratitud de los hijos a su madre es un dolor que se lleva uno a la tumba, por ser tus hijos no dices nada pero no significa que no te duela, te parte el alma en mil pedacitos pero los vuelves a recoger y sigues protegiendo a tus hijos, a pesar de que no te den ni para un pan”, es el dolor y tristeza de Anita, nombre ficticio que le damos a una mujer con cabellos de plata y caminos de conocimiento y amor marcados en su rostro.

Nuestra entrevistada acepta compartir con nuestros lectores de Ojo Águila su historia, una historia que al ir narrando se le llenan los ojitos de lágrimas como si se tratara de una pequeña niña a la que le lastima un regaño. Anita, espera que algún día sus hijos le den para su pan, sobre todo los que sí tienen porque cobran sus rentas.

Ataviada en un rebozo café un poco desgastado y acompañada de dos nietos- hijos de Carlos- el último de sus vástagos, Anita dice que Dios le envío cuatro hombres y dos mujeres, pero vive con el hijo más chico, el único que le compra su pan, alimento al que está acostumbrada desde que era niña, y eso le compra cuando alcanza, y cuando no, se tiene que aguantar.

Aunque sienta que si no come su pan es como si no hubiera comido nada “no me lleno, siento que no comí nada cuando no como mi pan, a veces le alcanza a mi hijo, a veces no”, dice agachando la cabeza para limpiar las lágrimas que resbalan por sus mejillas y caen en el rebozo que en parte cubre también a Lauro su nieto.

“Mi esposo murió hace ya varios años, y aunque él ganaba poco dinero, desde que nos casamos no nos faltó el pan, él ocho por ocho el día sábado que le pagaban llegaba y me decía, ándale, ten para tu pan, aunque sea para eso trabajo para que no nos falte de comer, y más tú que ya hasta has de tener lombrices de tanto pan. Mis hijos también se acostumbraron, sólo dos no, a ellos no les gustó, pero a los demás si…”

“…Este año cumplo 90 años, el día que Dios disponga de mi me va a doler mucho dejar a mi Carlos y a sus niños, él ya se casó grande y sus niños están chiquitos, la verdad mis otros hijos, mejor no digo nada. Tengo dos que dios les ha socorrido y rentan cada uno su casa, son mi hija y un hijo, nada más los veo pasar a cobrar su renta, a veces me hago ilusiones de que van a pasar, y si, si pasan, pero solo a verme y se van, no me dejan ni para mi pan y cuando me llegan a traer algo de comer, lo traen solo para mí, no sea que se lo vayan a comer mis nietos, su hermano o su cuñada.”.

Anita se limpia los ojos mientras Lauro de aproximadamente 10 años de edad le acaricia el cabello mientras también se pasa la mano por sus ojos que se le llenan de agua al escuchar a su abuelita.

“Mi corazón se rompe, me duele mucho la ingratitud de mis hijos, no los educamos así, ellos eran buenos, pero cuando los hijos se casan cambian, o es el hombre o es la mujer, no todos, pero ellos no saben el puñal que nos clavan en el corazón los hijos ingratos, cuando ya están grandes y ya no necesitan de uno, ya para que nos dan un peso. Nomás veo a mis hijos como pasan aquí frente a la casa van a cobrar la renta a sus inquilinos, vienen y me dicen, que haces, se están por mucho cinco minutos y se van”.

Rompe en llanto al recordar a su esposo con quien compartió grandes momentos y a quien desde la tierra le dice “té pido que ruegues por mí a Nuestro Señor, mientras Él me lo permita estaré aquí, pero tú ya te adelantaste para que me guardes un lugarcito”.

A veces los hijos no se dan cuenta del gran tesoro que tienen al contar con sus padres, una madre es el sostén del hogar y el fuerte roble que mantiene de pie a la familia, y aunque se trate de complexión pequeña cuando muere deja un espacio enorme que no se puede llenar ni con la presencia de toda la familia.

 

 

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