Bernardino Vazquez Mazatzi
Escritor y Periodista
Para medio entender la realidad nacional en cuanto a la violencia generalizada en México, habría que coincidir o cuando menos pensar mal en que la situación se le ha salido de las manos a los gobiernos, que sin la participación de las autoridades este cáncer no habría avanzado y que el crecimiento alarmante de la inseguridad es también culpa de la sociedad sumida en la apatía y la conformidad.
Expertos internacionales y nacionales consideran que al menos hasta este mes de febrero de 2025, la violencia en el país está fuera de control y que las instituciones ha sido superadas por la delincuencia y afirman que hay puntos geográficos en donde la autoridad no puede entrar, ya sea por acuerdos con los jefes de la mafia o por la incapacidad de las fuerzas del Estado para imponer la ley.
Esta aseveración es temeraria, aunque quienes incluso desde el exterior afirman esta idea, aseguran que en el pasado reciente la política fue infiltrada por los cárteles y que sus mandos dispusieron de personajes que desde el gobierno habrían de apoyarlos, cubrirlos, protegerlos y financiarlos incluso con recursos que el pueblo les otorgaba a los funcionarios pues dispusieron de patrullas, policías, tesoreros, alcaldes, oficinas y sistemas financiaros para lavar el producto de sus actividades ilícitas.
Dicen que no se podría entender y que no debe aceptarse como imposible el nivel de impunidad y corrupción de la mafia sin la complicidad de los gobiernos de todos los niveles (García Luna, gobernadores, José Luis Abarca y un largo etcétera). Nadie con un elemental y mínimo sentido común creería que las instituciones y los servidores públicos ignoraban el poder y nivel de penetración de la delincuencia en la vida nacional… si lo sabían y no hicieron nada, qué mal, y no lo sabían, peor.
La base social de la mafia, en algunos lugares de nuestra república, supera en mucho la confianza del pueblo hacia sus autoridades. Mientras el sistema se negaba a proporcionar los servicios a las colonias y comunidades y en el día del niño o día de la madre regalaba baratijas, los jefes entregaban costosos productos a la población y todo, ante la mirada de los que se supone, deberían estar para servir al pueblo. Paradójico: el pueblo que debió ser el patrón del poder civil, terminó siendo víctima lo mismo de los capos que de los gobernantes.
El poder de los cárteles en enorme y tiene influencia en absolutamente todo el sistema económico, financiero y productivo del país. Todos los sectores están tocados por este mal y de ahí es que su combate o erradicación sea un sueño o un imposible. La capacidad financiera de los cárteles lo puede todo: lo mismo comprar jueces y otros funcionarios del poder judicial, que adquirir enormes mansiones, tecnología, armamento y hasta controlar la economía de extensas regiones de México y del extranjero.
Estudios internacionales poco difundidos señalan que su presencia es omnipresente e intimida, destruye, asesina, provoca dolor y muerte. Ya nadie está a salvo de sus intereses, de su expansión, de su poder, de su saña y sed de sangre y muerte. Dicen que la sociedad está prácticamente a su merced y que cubren hasta el último rincón del país. Pareciera un mal deseo, un análisis equivocado, un dato alarmista o declaraciones producto de la mala fe… pero…
Ahora que, para ser justos o para encontrarle otra explicación o justificación a la realidad nacional en materia de inseguridad, debemos aceptar que los mexicanos hemos caído en una alarmante apatía que raya en la complicidad. No hay una sociedad organizada que exija resultados de paz al gobierno y no la hay para crear estrategias de defensa individual o colectiva.
La población podría, debería o tendría derecho a organizarse para enfrentar al propio sistema que ante su incapacidad o tal vez ante su complicidad, considera a las autodefensas como grupos fuera de la ley y de esa manera impide que la sociedad participe en defender sus intereses, vida y familia. La ineficiencia e ineficacia de las policías se suma a la corrupción en el sistema judicial nacional dando como resultado el colapso de una sociedad que sucumbe ante la violencia y las drogas.
El poder hace hasta lo imposible porque la sociedad sea parte de la construcción de la paz y para que colabore en su propia seguridad y para eso desarma a la población con el argumento de que un arma en la casa es un riesgo. Eso también es cierto, pero deja en la indefensión a una familia que, en un momento dado, pudo contar con un elemento para defender su vida y la de sus seres queridos.
La indiferencia de la sociedad es tal que, aunque sabe dónde se vende droga, donde se oculta el producto del robo y hasta quiénes son los malos, guarda silencio incluso por seguridad propia. A la gente se le están haciendo normales las ejecuciones, las balaceras, los ajustes de cuentas y ya les es normal el ulular de las sirenas y el tétrico ruido de las armas. La violencia y, desde luego, la solución o parte del remedio es asunto de todos, pero a esos todos pareciera que no nos importa.