Historias de pandemia: “Hasta que los hijos nos separen”

Foto: Archivo

Bernardino Vazquez Mazatzi/Escritor y Periodista

Don Samuel y doña Eloísa cumplieron cincuenta años de casados apenas en el 2019. Tal acontecimiento fue motivo de una pachanga histórica en la que los tres hijos y las tres hijas echaron la casa por la ventana haciendo llegar los grupos musicales y orquestas más famosas de la región, además de convocar a familiares, amigos, conocidos, vecinos y cuanto individuo quiso acercarse solo o acompañado.

La familia o mejor dicho, los hijos, no tenían la simpatía de los vecinos quienes los consideraban hasta cierto punto, odiosos, por presumidos, altaneros y por humillar o degradar a cualquiera. Se sentían ricos por ser, todos, profesionistas, y en cambio, los vecinos, eran gente humilde, trabajadora, sencillos.

Así es que a finales del año pasado Don Sam y doña Elo decidieron repartir sus bienes a la descendencia y una vez que les mostraron lo que les correspondía en cuanto a terrenos y casas se refiere, les pidieron iniciar los trámites de escriturización, mimas que se concretaron en febrero de 2020, por allá cuando se empezaba a hablar de un mal que mataba gente en la República de China y que se oía decir, podría llegar a México.

La mañana en que hijos y papás fueron a firmar las escrituras ante el Notario Público los chicos se pulieron y llevaron a sus jefes a comer a un restaurante caro, como agradecimiento. Ahí don Samuel, entre lágrimas, agradeció el gesto y les pidió ser buenos hijos, gente de amor y de fe, de compasión y de solidaridad pero sobre todo, nunca abandonar a sus padres…

Pero llegó el virus a México, y en pocos días, se hizo presente en Tlaxcala con toda la tragedia, dolor y muerte. Así es que don Samuel, de 70 años de edad, se quedó sin trabajo ante el anuncio del encierro obligatorio. De la noche a la mañana dejó de prestar sus servicios como asistente en un despacho de contadores y lo peor, ya no pudo amenizar fiestas y ferias porque el señor, muy trabajador y responsable, también era músico, y de los buenos.

Y también en unos días pasó de ser un hombre activo, movido, responsable y puntual, a un viejo que se sintió inútil y poca cosa. Estar encerrado fue su pesadilla, un castigo, el infierno. Y su esposa, eficiente vendedora de perfumes, de trastos de plástico, de zapatos y de todo lo que se pudiera vender por catálogo, se convirtió en una sombra y una queja permanente. En unos pocos días, los esposos resintieron el impacto de la pandemia y dieron muestras de debilidad. Estaban enfermos, pero no de covid-19, sino de soledad e inactividad.

Por eso en pocos días también se volvieron una carga para los hijos que, como todos los profesionistas que trabajaban desde casa, no tenían tiempo de sobra y menos para cuidar a dos viejos que vivían en la capital del estado, solos, apenas acompañados por un perro y dos gatos. Nadie tenía tiempo de ir a ver cómo estaban y menos para comprarles víveres y ya ni se diga para hacerles algo de comer o el quehacer más elemental.

Así es que los papás, apenas unos días antes, homenajeados, dignos de toda admiración y respeto, eran un estorbo, una carga, unos padres injustos exigían atención y que no entendían que los hijos tenían su propia vida social, sus compromisos, su trabajo, una familia aparte y unos gastos que no estaban considerados para más gente.

La solución era que se fueran a vivir a la casa de alguno o alguna. ¿Pero de quién?, nadie tenía ni tiempo para atenderlos, ni espacio para ofrecerles ni dinero para mantenerlos… vaya problema, los hijos nunca pensaron que sus padres pudieran convertirse en un verdadero dilema. Simplemente no se sabía qué hacer con ellos.

Don Samuel y doña Eloísa envejecieron cincuenta años en unos 30 días. Sus movimientos se hicieron lentos y torpes, perdieron un poco la audición, comían poco porque todo les hacía mal, y se hicieron quejumbrosos, algo que enojaba mucho a hijos e hijas.

La solución fue cruel. La mamá tendría que irse a vivir a Nuevo León, donde radican las hermanas, y don Samuel, seguiría en Tlaxcala al cuidado de las nueras que se sortearían los días para cuidarlo.

Una mañana de julio de 2020 los viejitos se separaron. Lloraron mucho pues a pesar de suplicar a sus hijos no alejarlos pues se hicieron el juramento de morir en brazos del que se quedara en esta vida, nada se pudo hacer. A nadie le importó su dolor ni le pareció trascendente que hayan pasado más de cincuenta años juntos. Una vida rota por quien menos se pensaba: los hijos.

Y estos, los hijos, coincidieron en señalar que sería poco el tiempo en que habrían de vivir lejos el uno del otro. Y no porque algún día los fueran a reunir nuevamente sino, porque dijo el hijo mayor, ya no les quedaba mucho tiempo de vida: ya están muy viejos y enfermos, eso dijo.

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