Duele la violencia cotidiana 

Bernardino Vazquez Mazatzi

Escritor y Periodista

 

Los meses y días recientes han sido extremadamente difíciles para los mexicanos y especialmente para los tlaxcaltecas. A la crisis de salud se le sumó la crisis de violencia e inseguridad que así sea temporal o atípica, causó temor entre la sociedad y dolor en las familias afectadas por la muerte violenta e inmerecida de algunos hombres y mujeres en cualquier parte de la geografía local.

Hoy más que nunca debemos estar conscientes de que la violencia no es aceptable venga de donde venga y la ejerza quien la ejerza. La violencia no debe ser siquiera la opción y no debe ser permitida por absolutamente nadie. Nunca debemos creer que alguien puede utilizarla para poner orden, para hacerse entender, para exponer sus ideas o para defender ideologías políticas o religiosas. La violencia es la máxima expresión de la ignorancia, de la incapacidad para dialogar, de la impotencia para conciliar y de la ausencia de argumentos.

Duele la violencia cotidiana en Tlaxcala, la creciente inseguridad, el abuso de autoridad de policías que han olvidado su origen y naturaleza de proteger y servir. Duele la ausencia de padres, hijas, madres, hijos, trabajadores, seres humanos que salieron de casa con la promesa de regresar; lastima la forma violenta con que en un instante seres humanos son arrancados de su entorno y agredidos de forma sangrienta, atacados con saña y odio para separarlos eternamente de sus seres queridos y de la sociedad presuntamente civilizada.

Las muertes violentas ocurridas recientemente en Tlaxcala y profusamente documentadas por los medios de difusión prácticamente en tiempo real, no son precisamente, o no son solamente responsabilidad, culpa, origen o causa del gobierno, del poder o del régimen o del partido en el poder o la ausencia de siglas o colores en la administración pública, de religiones o ateísmos, sino de una descomposición social y una total ausencia de valores y principios en las nuevas generaciones que mal entienden y mal practican la libertad y el derecho.

Los asesinatos a sangre fría, el exceso de violencia con que se arrebata una vida, el odio con que se ataca a un semejante y la repetición casi automática de estos aberrantes hechos, nos indican que no existen sentimientos ni elementos de humanidad, piedad, compasión, empatía ni hermandad para con un semejante, con un ser igual, con alguien que tiene derecho a vivir. El asesino ignora el dolor del otro, repudia la pena de la familia, rechaza el derecho ajeno, odia la vida ajena y se siente con libertad de matar haciendo uso de su superioridad. El asesino no tiene partido político, ni religión, ni causa ni argumento para matar.

El asesino actúa ajeno a proyectos gubernamentales de combate a la delincuencia; ignora estadísticas y estudios ociosos, no sabe de presupuestos para disminuir la violencia y la inseguridad, no sabe de programas de prevención ni de cursos o conferencias para poner fin a la violencia hacia la mujer o de la que se ejerce en la familia, en la escuela, en los centros de trabajo. Quien ha decidido con tiempo o en el momento arrancar la vida a otro ser humano no tiene otro objetivo que matar; ante ello nada sirve, nada tiene sentido, nada vale…

A los tlaxcaltecas nos duele la muerte de nuestros hermanos, de nuestros paisanos que pueden ser nuestros amigos, conocidos, familiares o anónimos seres con nombre y rostro que pasarán a ser parte del anecdotario del café y de las estadísticas oficiales. La muerte de muchos o pocos en una semana, la ausencia cercana o lejana del ser amado o el espacio que se abre sin alguien en cualquier hogar o centro de trabajo sin embargo, no harán cambiar la mentalidad de esos pocos que se vuelven criminales por una decisión estúpida, por un instante de ceguera, por una discusión o por una deuda de cualquier tipo que se pudo y se debió arreglar de otra forma.

El clima de violencia vivido en la reciente semana y que corre el peligro de volverse normal debe preocuparnos y ocuparnos. Por ningún motivo debe hacernos indolentes, apáticos, indiferentes, ajenos, ciegos. La violencia no conoce de religiones, ni de niveles económicos, ni de edades. Está más cerca de nuestro hogar y de nuestros hijos y papás. Se encuentra en la calle, en el banco, en la carretera, en la tienda y, lo peor, en nuestro hogar y nuestro entorno.

La violencia debe ocuparnos en cuanto a que podemos ser el origen, la causa o los actores. La violencia no se cura con más cárceles ni policías, ni con planes y proyectos, ni con estadísticas ni promesas o presupuestos, sino con educación, con valores humanos, con inteligencia, con respeto y con sensibilidad y voluntad para convivir en una sociedad presuntamente civilizada.

La violencia entonces, no debe ser normal, ni la característica de esta sociedad y cultura. Pero tampoco debe ser la ausencia de compromiso y deber de la familia y del gobierno. Dejemos a un lado los pretextos, la falta de compromiso y obligaciones. La violencia puede alcanzarnos en cualquier momento. De todos, en lo individual y colectivo depende todo.

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