Bernardino Vazquez Mazatzi/ Escritor y Periodista
Cuando mis alumnos me preguntan qué libro leer para entender a la política y a los políticos de México, mi respuesta es “El Otoño del Patriarca”, de Gabriel García Márquez pues en él se reúne y resume toda la explicación del despotismo, la corrupción, el abuso del poder y la violencia del Estado contra el pueblo.
En ese libro el escritor colombiano concentra el hacer y deshacer de los gobiernos déspotas de América Latina y como sin querer, fotografía el sistema de gobierno de México que aunque se niegue, se asemeja al de cualquier país que usted mencione.
El hombre del poder pierde el sentido de la realidad y se considera y actúa como un reyezuelo, como un ser elegido por los dioses, como una especie superior. Se desprende de sus orígenes, olvida su pasado y sus juramentos de humildad y honradez, omite la obediencia a las leyes y pasa por encima de otros niveles de gobierno hasta llegar a deshacerse de quien no piense como él y no lo exalte como cree que lo merece.
A nivel estatal tenemos ejemplos claros de despotismo, de abuso de poder, de la toma de decisiones y acciones absurdas, estúpidas, degradantes y violatorias a ley y a los derechos humanos. La anterior legislatura hizo copia fiel de su antecesora y juntas reunieron una exposición de actos discriminatorios y agresoras de los derechos más elementales de los tlaxcaltecas como nunca se ha visto y cuyo resultado es una vergüenza para el sentido común y para la inteligencia humana.
Sobrados de soberbia y arrogancia, ricos en ignorancia y prepotencia, los diputados de aquella legislatura estatal borraron de un plumazo, a indicación de otro poder del que se supone serían contrapeso, la capacidad de las más de 400 poblaciones o comunidades de Tlaxcala de autogobernarse y traicionando al electorado les arrebataron a los presidentes auxiliares el voto en el cabildo. Ninguno de esos legisladores fue antes presidente de comunidad para entender cómo se gobierna en carne viva y de frente a la gente sin esconderse en curul alguna ni poder echar mano de los granaderos para hacerse responsables.
Esa aberración les salió muy caro a dirigentes, gobernantes y diputados emanados del Partido Revolucionario Institucional a grado tal que esa acción legislativa generó rencor entre la sociedad que se cobró en las urnas la afrenta y dejó en el ridículo al PRI en esta representación social en el edificio de Allende.
Pero las atrocidades del poder no terminan ahí. Los integrantes del pasado Congreso del Estado de Tlaxcala superaron en aberraciones y para ello mandaron a construir barreras que los separaran del pueblo, no vaya siendo que los confundan con los pobres y mugrosos pedinches. Construyeron bardas para dejar en claro que quienes ahí cobran, y mucho, son seres elegidos por los dioses y dueños de la riqueza y el destino de los tlaxcaltecas incapaces de parar tanta estupidez.
Si bien se dice que Puebla es el estado en donde más se discrimina, quienes dicen eso habrían de venir a Tlaxcala para observar el grado de segregación que son capaces de imponer individuos cegados por la prepotencia y la ignorancia contratados por la sociedad para servir, para ser útiles, para ayudar y hacer viable la vida de los demás que son quienes les pagan un salario de envidia.
Da vergüenza saber que algunos ciudadanos de otros estados que nos han visitados hayan sufrido desprecio y malos tratos de los diputados locales, específicamente de las dos anteriores legislaturas, pues no se puede negar y lo digo por experiencia propia, que en Tlaxcala se discrimina y se violan los derechos más elementales. Las pifias de las autoridades estatales, desde el gobernador hasta los procuradores de justicia y las policías municipales son monumentales y por lo tanto, son una vergüenza.
Dicen los actuales diputados que van a retirar las paredes de la ignominia, los muros de la vergüenza, los monumentos a la estupidez. Y les creemos, de verdad, porque necesitamos compartir la ofensa, porque queremos que como nosotros, ustedes se sientan agraviados. Porque no es justa tanta vergüenza.
Para medir el tamaño de la atrocidad, hay que leer, y hay que leer El Otoño del Patriarca, de Gabriel García Márquez.