Alcoholismo y tragedia

Bernardino Vazquez Mazatzi

Escritor y Periodista

La experiencia después de estar de visita en un hospital o en una cárcel tiene como resultado entender que el consumo irresponsable e incontrolado de alcohol termina siempre en tragedia. Por mucho que se niegue o se discuta, el alcohol como adicción o ingerido en cantidades excesivas es antecedente de toda desgracia. Muchas víctimas fatales, infinidad de casos de discapacidad permanente, cientos de sentencias condenatorias por daños y muertes y destinos frustrados podrían evitarse si tan sólo se tuviera conciencia de la gravedad del fenómeno.

Es triste ver a un importante sector de la sociedad atrapada por el vicio, afición, adicción, gusto o costumbre de consumir grandes cantidades de alcohol y tener como consecuencia accidentes, delitos, enfermedades, disolución de la familia, pérdida de empleos, disminución del autoestima y muerte prematura. Se toma por todo, por nada y por si acaso. Siempre. A toda hora y en todo lugar. Todo el año. A todas horas. El alcohol está vigente como lo están las desgracias y la degradación humana.

Y es más trágico cuando ese sector de la sociedad envilecida por las bebidas idiotizantes está compuesto por algunos jóvenes estudiantes de secundaria, preparatoria y de universidades públicas y privadas. Duele ver a muchachos en la plenitud de la edad deambular como zombis, ebrios a más no poder, desorientados. Lastima verlos golpearse entre sí, creando escenas surrealistas que hablan de una sociedad indolente e ignorante o desinteresada en su futuro. Son jóvenes con todo un potencial que se diluye y se frustra entre micheladas, caguamas, pulque y pomos. Parece moda, pero es una desgracia. Y no, es una forma de libertad.

Lo que nos muestran los medios de comunicación y las redes sociales de peleas campales en inmediaciones de las universidades y los bachilleratos o cerca de los bebederos ilegales nos habla de una terrible irresponsabilidad general pues, por un lado, la autoridad es cómplice de esos centros de envenenamiento y por otro, los padres de familia hemos abandonado nuestra obligación de velar por la educación y el respeto de los chicos. ¿Cuántos papás van a la escuela a verificar si su hijo está dentro del plantel? ¿Cuántos de nosotros los acompañamos de ida y vuelta de sus clases? Esa es la diferencia, a veces, entre la vida y la muerte.

En los días recientes la prensa ha dado a conocer casos de accidentes automovilísticos en los que se han visto involucrados jóvenes en estado de ebriedad. No son pocos los hechos. El alcohol y el volante siguen siendo los protagonistas de estas historias que por más que se nos repitan, siempre serán reiteradas y el desenlace habrá de ser el mismo: tragedia, degradación, adicción. Olvidémonos de los daños materiales, de la experiencia de caer en el tambo por el borrachazo, de la regañiza de papá o de la burla en la escuela: no todo queda ahí… las consecuencias siempre serán peores.

Las leyes de poco o de nada sirven ante la indolencia y la irresponsabilidad individual y colectiva. Los padres de familia estamos haciendo poco y ese poco lo estamos haciendo mal. Y lo que hagamos esos pocos de nada sirve ante la ineptitud e incompetencia de la autoridad que por llevarse a la bolsa unos pocos pesos permite la venta de bebidas embriagantes a metros o enfrente del plantel. De la pérdida de gran parte de la juventud todos, absolutamente todos, somos culpables. Unos más y otros menos, pero todos estamos pecando por omisión y abrumados por la permisibilidad que les da a los muchachos su libertad mal entendida.

Hombres y mujeres, con el pretexto de la igualdad, se degradan en el alcohol. Porque esta sustancia nociva no conoce de edades, ni de condiciones económicas pues para eso hay bebidas hasta de diez pesos. Y no habrá argumento o razonamiento para sugerir que todo está bien, que no es alarmante el problema, que todo está aún bajo control, que hay programas y estrategias para revertir esa situación y que como por arte de magia los jóvenes van a abandonar esa tendencia casi suicida.

Si de la autoridad habremos de esperar poco o nada, por desgracia, los padres de familia igualmente poco o nada vamos a hacer por diversos pretextos. Nuestra irresponsabilidad es terrible. El ejemplo que como mayores les damos a estas tiernas generaciones no es el mejor. Hay casos en los que el alcoholismo prácticamente se fomenta. No hay fecha, importantes o no, particular o comunal, en la que la bebida sea excesiva. Esa es la cultura, dicen; es normal, se justifican.

Y si el crecimiento de las adicciones entre los jóvenes es grave, si la tendencia hacia el alcoholismo entre los estudiantes es alarmante, la ausencia de proyectos institucionales o acciones individuales para frenar ese fenómeno aumenta la tragedia. Porque, amigo lector, estamos de acuerdo en que para salvar a nuestra juventud de las garras del vicio estamos haciendo muy poco y ese poco lo estamos haciendo mal.

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