Por: Norma Mendieta. Cafami/ Colectivo por una Migración sin Fronteras
La mujer en los flujos migratorios es protagonista, y un sujeto activo. Las mujeres son hoy, casi la mitad de la población migrante del mundo, México es el segundo país a nivel mundial con el mayor número de mujeres migrantes, 5.8 millones en 2015[1]. Y en 2017, 48.1%, de la población que migraba eran mujeres[2].
A este aumento de la presencia de la mujer en el proceso migratorio y el nuevo rol que asumen durante la migración, se le ha denominado feminización de la migración.
No obstante, esta presencia innegable de las mujeres en la migración poco se conoce; y poco se habla de los cambios positivos y negativos que suceden en su vida, de las situaciones que cotidianamente enfrentan y de las transformaciones que se dan en las relaciones de género, la dinámica familiar y la organización social comunitaria; ya sea que la mujer, decida migrar, retorne o se quede en su comunidad.
Todo esto lo he podido constatar en las comunidades de origen a través de la observación, los testimonios y la convivencia con esposas, madres, hijas hermanas de migrantes, y con mujeres y familias de retorno.
Al respecto ¿podemos decir que la experiencia migratoria empodera a las mujeres?
El papel que las mujeres desempeñan en la familia es uno de los cambios más importantes. Al no encontrarse los hombres, se modifican los roles tradicionales de género. La jefatura de los hogares deja de ser mayoritariamente masculina y pasan a engrosar las filas de las miles de familias que en este país están a cargo de una mujer.
Tanto las mujeres que migran, como las que permanecen en las comunidades de origen, cuando ingresan a la vida laboral modifican su posición en el hogar; de la dependencia hacia el marido o su padre, adquieren un papel relevante como proveedoras y jefas de familia.
El acceso y control del dinero posibilita la independencia económica y la reducción de su situación de vulnerabilidad; lo que repercute en las relaciones familiares, al crear condiciones para avanzar en su autonomía, al poder tomar decisiones respecto de su vida y la de sus hijos e hijas.
Como resultado también incrementa su autoestima y autovaloración.
Las mujeres que retornan, gracias a la migración ya no son las mismas que cuando se fueron. Son más conscientes de sus derechos, desarrollan nuevas capacidades y aprendizajes, son ellas quienes deciden a quién enviar las remesas, dirigen su uso a la distancia, intentan asegurar su bienestar futuro para el regreso. Algunas logran adquirir una propiedad o emprender un negocio, hecho que mejora su posición dentro de la familia y su comunidad.
La autonomía económica a la que acceden y este empoderamiento individual, que les permite mayor independencia en torno a las decisiones sobre su vida personal, son herramientas que contribuyen a que las mujeres sean protagonistas fundamentales en sus comunidades.
Estos son los cambios positivos, pero ¿qué factores impiden su empoderamiento?
A pesar de esta mayor participación en la vida laboral y esta autonomía, independencia y empoderamiento, las mujeres continúan siendo las proveedoras principales del trabajo doméstico y de cuidado no remunerado en los hogares. Persisten las desigualdades en los salarios y en el trabajo.
En este sentido, la migración contribuye a modificar los roles de género, pero no las relaciones de poder. No significa la ruptura con los modelos de género dominantes. Y de esto existen diversos ejemplos.
La reasignación de roles no es una regla general en las localidades migrantes. En algunos casos los papeles tradicionales femeninos y masculinos permanecen intactos con visión patriarcal vigente. Así como muchas mujeres comienzan a trabajar; muchas otras siguen desempeñando el papel que deben cumplir: las labores domésticas, el cuidado de los hijos, y con cargas adicionales de trabajo y más responsabilidades. Son madres y padres para sus hijos (as), las encargadas de proteger el patrimonio familiar, de administrar las remesas aunque permanecen en una posición de dependencia económica.
Con el envío del dinero el hombre refuerza su poder, las decisiones que se toman en la familia las siguen tomando los esposos a pesar de su ausencia física. Si vivían violencia física, ahora viven violencia psicológica ante la vigilancia permanente sobre su comportamiento por parte de la comunidad y la familia, para que cumplan con su “obligación” de ser fieles. Tienen que cuidar todo lo que hacen, salir solo a lo indispensable y dedicarse por completo a los hijos para evitar problemas con el esposo porque cargan sobre sus hombros la amenaza del abandono.
Las mujeres que quieren acceder a visas temporales de trabajo a través de los programas de Trabajadores Agrícolas Temporales de Canadá (PTAT) y H2A a los Estados Unidos, en los procesos de selección y reclutamiento enfrentan discriminación por razones de género. Persiste entre los empleadores y reclutadores – la mayoría hombres, por cierto – la idea sobre lo que es o no es un trabajo apropiado para la mujer; y no consideran que en el trabajo agrícola den un buen rendimiento.
Las mujeres constituyen solo 3.5% del contingente de trabajadores que participa en el PTAT. En cambio, las oportunidades de empleo si están abiertas cuando se van a desempeñar las funciones tradicionalmente asignadas a las mujeres, como el servicio doméstico, ser niñeras o cuidadoras de adultos mayores. Es decir, que en los lugares de destino también persisten las desigualdades de género.
Al retorno, enfrentan situaciones como la estigmatización. Se las culpa por las consecuencias; ya sea, supuestas o reales, que la migración de ellas provocó sobre sus hijos e hijas, y sobre las familias. Dicen que es resultado de su “abandono”, cuando presentan mala conducta, bajo rendimiento escolar, actitudes de rebeldía y, en algunos casos, violencia y delincuencia juvenil. Hecho que se explica y justifica por el rol de género asignado a las madres, en quienes se deja todo el peso y la responsabilidad exclusiva del cuidado de los hijos y del bienestar de la familia.
Cuando vuelven también encuentran dificultades para obtener empleo, sobre todo por la edad – muchas de ellas, pasan de los treinta -.
Se les discrimina por ser familias binacionales y encuentran dificultades para que sus hijos nacidos en los Estados Unidos accedan a derechos y servicios como la educación, la salud, programas sociales. Al ser ellas las encargadas de su cuidado, tienen que resolver esta problemática, enfrentando discriminación y violencia institucional por la pésima atención que reciben en las oficinas de gobierno; donde se ha hecho común la omisión, negación o dilación en el goce y ejercicio de estos derechos.
Hay violencia intrafamiliar por parte de su pareja, quien ante la frustración y el sentimiento de derrota que provoca la deportación que termina de golpe con su proyecto de vida, y el difícil proceso de reinserción a sus comunidades, descarga este enojo sobre ella; ya sea con agresiones verbales o físicas, lo que muchas veces termina en el divorcio y la desintegración familiar.
De lo aquí expuesto, las consecuencias de la experiencia migratoria y las necesidades de atención son diferentes para hombres y mujeres. Esto tendría que tomarse en cuenta al momento de elaborar políticas públicas; las cuales necesariamente deben contar con perspectiva de género para estar orientadas de manera específica a las mujeres y a las familias.
En este sentido, por el gran impacto emocional que afecta la vida de las mujeres que se quedan en las comunidades de origen, y de las que retornan, seguimos reiterando la necesidad de que se creen programas que brinden apoyo psicoemocional a través del o la psicóloga con la que deben contar todos los DIF municipales.
También, insistimos en la creación de talleres que se impartan a los niños y jóvenes; así como a las madres, suegras, tías, en quienes recae su cuidado cuando la mujer migra, para que promuevan la salud emocional y el autocuidado. Esto, al menos una vez a la semana, talleres que también podrían realizarse en las escuelas.
Asímismo se requiere la construcción e implementación de marcos jurídicos que garanticen la exigibilidad y el ejercicio de los derechos humanos de las mujeres inmersas en todo el proceso migratorio.