Aquiles Córdova Morán
Nuestra situación interna es, ciertamente, bastante conflictiva y con claros síntomas de empeoramiento en el futuro cercano. Esto explica nuestro ensimismamiento en la problemática nacional y nuestro olvido del mundo. Sin embargo, aunque a primera vista no lo parezca, la situación mundial nos afecta más de lo que creemos. Esta realidad, normalmente, no se percibe, pero hay momentos en que esto cambia radicalmente y se torna peligroso ignorarlo, dejarse llevar por la inercia de la indiferencia.
Creo que nos estamos acercando a una de estas coyunturas, y pienso que es necesario que nos preparemos lo mejor que podamos para hacerle frente. Hace ya un buen tiempo (en términos prácticos, lo que va del siglo XXI) que las tensiones entre Estados Unidos y sus países súbditos (o “aliados”, como les gusta considerarse), agrupados en la Organización del Tratado del Atlántico Norte (OTAN), por un lado; y las potencias euroasiáticas (Rusia y China, destacadamente) por el otro, vienen creciendo peligrosamente y poniendo cada vez en mayor riesgo la paz mundial. Y no olvidemos que un choque directo de ambos bloques, rápida e inevitablemente evolucionaría a una guerra nuclear total, que pondría en peligro la supervivencia misma de la especie humana.
¿Cuál es el fondo de la disputa? Antes de responder diré que, en encrucijadas como esta, la razón y la lógica quedan siempre supeditadas a los grandes intereses en juego, y pierden por eso su capacidad para revelar la verdad. En tales ocasiones, la fuerza de la verdad no basta para convencer a la opinión pública. Dicho esto, respondo que el fondo de la creciente tensión mundial es la pretensión norteamericana, sobradamente documentada y demostrada por los hechos, de hacerse con el dominio total del mundo para “reordenarlo” de acuerdo con su ideología y sus intereses y, desde luego, en provecho exclusivo de la pequeña élite propietaria de los inmensos monopolios trasnacionales que realmente mandan en los EE. UU. La conservación y expansión continua de esos monopolios exigen el domino firme y seguro de todos los recursos y de toda la riqueza del planeta. Así lo ha reiterado varias veces, con su peculiar estilo, el actual presidente, Joseph Robinette Biden.
Para ello, pretenden borrar las fronteras, los gobiernos, los ejércitos, las economías y las culturas nacionales, es decir, pretenden acabar con los Estados nacionales, a los que ven como un obstáculo, como el muro a derribar para adueñarse de la riqueza mundial. Se trata de consumar la dictadura mundial de los monopolios, tal como Lenin predijo desde 1916. Obviamente que, para materializar tan ambicioso plan, resulta indispensable ocultarlo bajo el mejor maquillaje posible, al mismo tiempo que hace falta presentar los objetivos del “enemigo” con los ropajes más negros, repulsivos y aterrorizadores para el gran público. Si se logra que la gente se trague este burdo maniqueísmo, la victoria está asegurada.
Eso fue la “guerra fría” que culminó con la “derrota” del socialismo: una intensísima guerra mediática que mentía por partida doble: atribuía a la URSS y sus aliados las intenciones más diabólicas en contra de la libertad y el bienestar de la humanidad y, en abierto y efectista contraste, atribuía al capitalismo y a la “democracia occidental” las más grandes virtudes y los más generosos propósitos de igualdad, libertad, bienestar, empleo, salud, educación y vivienda. Hoy podemos ver con claridad que todo fue una grotesca mentira para manipular al pueblo ingenuo. Con toda razón, el historiador catalán Josep Fontana dice que la “guerra fría” debió llamarse, en realidad, “guerra sucia”. Pero el imperialismo logró su objetivo; consiguió que la gente odiara y temiera al socialismo más que a la peste y que estuviera dispuesta a creerle y a perdonarle a los heraldos de la explotación, la desigualdad y la pobreza, sus peores crímenes y trapacerías. El imperialismo derrotó al bloque socialista ayudado por la traición de Gorbachov y su camarilla bujarinista.
A raíz de este triunfo, más su pretendida victoria en la Segunda Guerra Mundial, el imperialismo se sintió con el derecho a decidir el futuro de la humanidad; creyó que tenía al mundo en el bolsillo y comenzó a poner en ejecución su plan de dominio absoluto: llevó la OTAN hasta las fronteras de Rusia; impuso al mundo el neoliberalismo y la teoría de la globalización económica y comenzó a invadir y a masacrar a las naciones débiles del norte de África y el Medio Oriente para acabar con los Estados nacionales. Pretendía, además, impedir el surgimiento de un nuevo competidor capaz de disputarles la hegemonía mundial, pero la ley del desarrollo universal le ha vuelto a burlar: ante sus propios ojos, y en cierta medida con su ayuda interesada, se alzaron dos gigantes capaces de desafiarlo: Rusia, cuyo control creía asegurado, y China, a la que creía genéticamente incapacitada para la ciencia y la técnica occidentales. Ahora, para consumar su proyecto, debe pasar sobre esos dos formidables enemigos. De aquí la tensión mundial.
Es por esto que trabaja en una nueva “guerra fría” aprovechando la experiencia exitosa del pasado. Quiere volver a hacer de la sociedad un cómplice ingenuo e involuntario de su nueva guerra de satanización del enemigo para aislarlo y destruirlo o someterlo a sus intereses. Nuevamente se presenta como defensor inquebrantable de la democracia, la libertad, los derechos humanos y el “desarrollo compartido” de todos los pueblos, en abierto contraste con los gobernantes “autoritarios” y los “dictadores declarados” que oprimen a sus pueblos. Como no puede presumir de pacifista porque su militarismo está a la vista y esa política le ataría las manos para usar su arsenal nuclear, engaña al mundo diciendo que esas armas son para “defender al mundo libre”.
Pero la nueva “guerra fría” no puede funcionar igual porque el mundo ya no es el mismo. Solo permanece, incrementado notablemente, el poder manipulador de los medios, la “artillería del pensamiento” como dijo Hugo Chávez. Esta “artillería” “…busca derribar los mecanismos de defensa de la población agredida; confundirla, hacerla dudar de la integridad o patriotismo de sus gobernantes presentados (…) como figuras monstruosas, y sus gobiernos como infames <<regímenes>>, feroces estados policiales que violan los más fundamentales derechos humanos y las libertades públicas. Bajo este torrente de manipulación informativa (…) mucha gente se verá inducida a pensar que quizá sus agresores tengan razón y realmente quieran librar al país del dominio de sus horribles opresores (…). Una vez que se <<ablandan>> las defensas culturales de una sociedad (…) y el ariete mediático ha perforado el muro de la conciencia social; una vez que lo ha envenenado con cientos de <<fake news>> y <<posverdades>> desmoralizado o al menos confundido a la población y a las fuerzas sociales antiimperialistas, el terreno queda listo para el asalto final” (Atilio A. Boron, 5 de julio 2021).
Justamente eso es lo que vemos hoy en Cuba: una parte pequeña (pero útil a los fines del imperialismo) de la población sale a protestar contra el gobierno que más ha hecho por su pueblo en todo el continente latinoamericano, llamándolo “dictadura” y exigiendo “libertad”, sin una sola palabra de condena contra el verdadero tirano y culpable de su desgracia, que es el imperialismo yanqui y sus 60 años de bloqueo criminal de su patria. Y peor aún resulta verlos aceptar el “apoyo” del presidente Joe Biden, que sale a hacer llamados al gobierno cubano para que “escuche a su pueblo”, cuando él no escucha a todos los países del mundo que le exigen levantar el bloqueo asesino contra la isla. De este tamaño es el peligro de no saber leer la situación mundial y no entender nada de la geopolítica actual.
Pero el imperialismo ha entrado en una visible e irreversible decadencia. La inversión norteamericana ya no crece como antes porque la renta es cada vez menor a causa de la automatización creciente y el consiguiente despido de trabajadores. El mal es incurable porque es inherente al capitalismo; el dinero sobrante se refugia en la actividad especulativa que, a su vez, sin inversión productiva, tampoco puede sobrevivir y crecer y acaba asfixiando al sistema. Los líderes han intentado hallar el remedio en el neoliberalismo y la globalización y han fracasado. Ahora buscan la salida en la venta de armas y en las guerras (complemento del tráfico de armas) para adueñarse de los mercados y los recursos naturales de los países invadidos. En este marco se inscriben las crecientes tensiones con Rusia y China, la nueva “guerra fría” y las provocaciones de la OTAN contra ambas potencias.
El 23 de junio pasado, el navío de guerra británico HMS Defender penetró en aguas territoriales de Rusia frente a Crimea. No fue un error sino una provocación deliberada. El premier británico, Boris Johnson, declaró que el Reino Unido podría enviar más barcos de guerra, a la zona, porque no reconoce la anexión de Crimea a Rusia. Por su lado, EE. UU. viene actuando como un gobierno mundial de facto: juzga, sentencia y castiga a empresas y países que no se alinean a sus intereses, pasando por encima de la legislación internacional. Rusia y China claman inútilmente por el respeto al orden mundial establecido. Las provocaciones militares a China tampoco escasean: barcos de guerra en el mar del Sur e intervención yanqui en Taiwán, una isla que China reclama como suya, entre lo más visible.
EE. UU. busca la guerra, una guerra que nos afectaría a todos llegado el caso y contra la que debemos pronunciarnos y protestar desde ahora. Son los coletazos del dragón herido (y más peligroso por eso) y ya tocaron a nuestra puerta, como lo prueban los ataques a Cuba, Venezuela, Nicaragua y el reciente asesinato del presidente de Haití, organizado y financiado desde Miami por un millonario seguidor de Guaidó. EE. UU. quiere asegurar su “patio trasero” y comienza a eliminar a los “enemigos” que pudieran oponerse a ese control. Mario Firmenich, reconocido luchador argentino, dice: “Vivimos una guerra que es simultáneamente una típica disputa geopolítica entre potencias (por ahora sin disparos de misiles estratégicos) y también una guerra civil mundial genocida, declarada por el establishment económico de la globalización contra los pobres del mundo; el objetivo es despojar a los pueblos pobres de su soberanía sobre los recursos naturales cada vez más escasos y reducir la población mundial” (Voltairenet.org, del 11 de julio). Ahí vamos nosotros, los mexicanos, y es mejor que lo entendamos, que despertemos a tiempo, antes de que las circunstancias nos rebasen definitivamente.