Bernardino Vazquez Mazatzi
Escritor y Periodista
Dialogando con un abogado, me decía, empecinado, que la edad punible para los mexicanos es a los 18 años, pues antes, dicen las autoridades, los seres humanos y especialmente los jóvenes, desconocen las consecuencias de sus actos y no son responsables de ellos. A esa edad los casi niños y casi jóvenes hacen cosas por impulso, sin conciencia, sin prudencia, sin mala fe.
Sin embargo, desde mi perspectiva eso es totalmente falso, o al menos eso parece o eso se nos quiere hacer parecer. Basado en la experiencia personal y ajena, como consecuencia del dialogo permanente, constante, franco, directo, en confianza, con actitud comprensiva y dando la oportunidad de expresarse, los jóvenes de secundaria principalmente y algunos de preparatoria, dicen abiertamente sus experiencias y confían actitudes, acciones y pensamientos que hablan de una madurez precoz y de una intensión clara y concreta en lo que hacen, dicen y piensan.
Desde los once años de edad, y algunos mucho antes, hombres y mujeres, llevan a cabo actos individuales o no, que los ubican en la realidad de su entorno y los colocan en la dinámica de la sociedad que los rodea. Así es como se inician en el consumo del cigarro, en la ingesta de alcohol, principalmente cerveza, empiezan a experimentar sentimientos amorosos e inclinación hacia el sexo y a asociarse para adquirir una identidad o un grupo de defensa.
En una edad entre los diez y quince años, los chicos dirigen sus inquietudes, necesidades, ambiciones y perspectivas hacia todo lo que les represente un reto o una posibilidad de destacar por encima de sus compañeros de edad. Por eso se sienten atraídos grandemente hacia lo que fluye en la sociedad, lo que es moda, lo que en otros es actitud y si es contraria a la ley, muestra de rebeldía, rechazo a lo establecido, obtención de dinero fácil y exhibición de superioridad, mejor. Esa es la edad más peligrosa en la existencia del género humano.
Los grupos de la delincuencia organizada emplean a personas de esa edad para sus necesidades de halconeo. Son elementos clave para infiltrarse en lugares donde nadie más podría hacerlo. La delincuencia sabe que a esa edad los jóvenes están sedientos de experiencias nuevas, que se dejan deslumbrar por el dinero, que no es mucho, que aceptan retos y que no conocen el miedo porque nadie les ha dicho qué es y para qué sirve. Los utilizan para el traslado de enervantes en sus mochilas escolares y si los detienen… los sueltan. Son menores de edad.
En Tlaxcala, por la zona poniente del estado, es bien sabido que algunos chicos en la edad de la secundaria, se emplean como halcones. Ellos lo dicen. Y con mucho orgullo. Cuentan cuánto ganan y detallan sus funciones. Su máxima aspiración momentánea es escalar posiciones dentro de la organización para la que trabajan. Por lo pronto la oferta es trasladarse a la ciudad y en estado de México. Muchos ya están allá, eso dicen, y hasta dan nombres de quienes han destacado. Eso se sabe entre los muchachos y sus familias. La autoridad no creo que sepa, ignora por incapacidad o por conveniencia lo que pasa.
Durante las semanas recientes hemos sabido del asesinato y desmembramiento de dos jovencitos de 14 años de edad a manos de integrantes de la delincuencia organizada, en la ciudad de México. Un hecho aborrecible, absurdo, estúpido, injusto. Cómo aceptar que a esa edad los casi niños ya servían a delincuentes, cómo explicar que hay seres capaces de descuartizar a dos chicos, cómo creer que para las víctimas no hubo opciones, que la sociedad mexicana sólo les ofreció ese camino, cómo hacernos la idea de que ese es el futuro que les espera a las actuales generaciones.
De forma implacable, los medios de comunicación nos ofrecen información e imágenes de otro chico de 14 asesinando a puñaladas a sus primos de la misma edad e hiriendo a dos adultos. Y nos refrescan la memoria de la “niña sicaria” que presumía haber matado a más de diez personas a sus 16 de edad. Sin olvidar al chico de 15 años que en el norte de la república fue abatido por el Ejército Mexicano al enfrentarse a balazos junto con la organización criminal que lo entrenó. No, no son los únicos casos. Hay muchas historias que hablan de cómo no hay edad demasiado corta para equivocar el camino, para morir, para dejar la inocencia o envilecerse por iniciativa y conveniencia de los adultos.
Nuestros niños se nos van como el agua entre los dedos cuando se quitan la vida. Es inadmisible que a los diez años una niña decida ahorcarse, que un niño-joven de 11 o 12 crea que ya no hay motivos para vivir, para luchar, para seguir adelante. No es posible que cada vez más mujercitas desaparezcan como por arte de magia, que los postes de las calles y las redes sociales estén inundadas de fotografías de niñas desaparecidas. No debemos aceptar como normal que una jovencita se embarace a esa edad o que por falta de orientación decida huir de la casa materna.
Es injusto, absurdo, hasta irreal, que a los 13 años nuestras generaciones se intoxiquen en antros de mala muerte y que deambulen a la una o dos o tres de la madrugada en nuestras calles llenas de peligros y tentaciones. No es aceptable verlos sin expectativas, sin rumbo, sin buenos ejemplos y sin una familia que los apoye, escuche, guíe, comprenda, entienda y atienda… que los ame. Estamos perdiendo nuestra juventud, nuestro futuro, en las adicciones, en la desesperanza, en el olvido, en el suicidio, en la violencia. Y de todos sus males, de sus tragedias, de su muerte, de su dolor y de su sangre derramada, estimado lector, todos, ABSOLUTAMENTE todos, tenemos la culpa.
Evadir nuestra responsabilidad individual y colectiva, negar que todos tenemos mucha o poca culpa de lo que pasa en nuestra sociedad y nuestra juventud, rechazar que estamos haciendo mal las cosas con nuestros hijos y tratar de ocultar la gravedad de la situación, no va a frenar ni terminar con este nuevo cáncer. Todos somos culpables, responsables e irresponsables.