Michael Jordan en la lavandería

Por Yvonn Márquez

Conocí a Michael Jordan en la lavandería. Una tarde particularmente estresante me di cuenta que debía aprovechar un tiempo libre para hacer la colada (como dicen mis amigos españoles). Así que con las ideas revueltas de todo lo que debía hacer, fui al cuarto de lavado de mi conjunto de departamentos y me hallé con la desagradable sorpresa de que todas las máquinas estaban llenas de la ropa húmeda de otras personas. Esperé cordialmente mientras echaba un ojo a las noticias en mi celular. Pasaban los minutos y nadie aparecía. Ignorante del protocolo a seguir en esa poco glamurosa situación y con el tiempo limitado, vacié una máquina y puse mi ropa a lavar. Marqué quince minutos en el cronómetro para regresar a poner suavizante y me marché.

Al volver lo vi. Ahí estaba el joven afroamericano, tan alto que mi cabeza le llegaría arriba del codo, poniendo humildemente su ropa en la máquina secadora, encorvando la espalda debido a su enorme estatura. Él fue el primero en hablar, con su fuerte acento bostoniano me pidió disculpas (seguramente al ver mi rostro malhumorado). Le dije que no había por qué, que al contrario, pero a modo de sermón le remarqué que estuve esperando, que era bueno tener un cronómetro, que era justo respetar el tiempo de los otros. Él reiteró su disculpa con una tímida sonrisa y prometió seguir mi consejo.

Su respuesta amable desmoronó mi actitud defensiva y de pronto me vi platicando con él. Me preguntó mi nombre, de dónde era, qué era lo que hacía. Como si sólo hubiera esperado una seña de cordialidad de mi parte, me abrió su vida entera, sus planes, sus sueños. Me dijo que se llamaba Michael Jordan y que, como el célebre deportista, él también jugaba básquetbol, miembro del equipo de su highschool. Como una especie de deber, su nombre le marca un destino. Me dijo que deseaba ser el mejor basquetbolista de su escuela, para así, poder ganar una beca para la universidad. “Ain’t easy”, me dijo mientras lenta e interminablemente seguía metiendo ropa a la secadora.

En la familia de Michel Jordan nadie ha estudiado la universidad, nadie de su progenie ha tenido el dinero, ni la cabeza para terminar la educación básica, me dijo con una sinceridad desbordante. Tampoco muchas oportunidades. Por su parte, él ha tenido suerte. Se mudó a la casa de su abuela para cuidarla, pero también para evitar las malas influencias de su barrio y tener acceso a una mejor escuela pública. Con esas simples palabras me pude imaginar el peligro al que se expone un joven como él simplemente por el lugar en donde vive. Y de pronto vi una estampa terrible del “primer mundo”, de un joven afroamericano queriendo abrirse camino ante una sociedad que históricamente ha segregado a las minorías.

En Estados Unidos ir a la universidad significa adquirir una deuda de por lo menos 6 mil 600 dólares anuales, que para la fecha de la obtención de un grado académico sumarán 22 mil dólares; alrededor de una cuarta parte no es capaz de pagar el préstamo, según el New York Times. De los que llegan a la educación superior, un promedio del 30 por ciento de los jóvenes abandona la escuela tras su primer año y sólo un 20 por ciento logra concluir sus estudios en 4 años, mientras que un 57 por ciento lo hace en 6 años.

Pero no pensé en todo esto mientras escuchaba Michael, pues con un genuino optimismo me dijo que confiaba en abrirse paso en lo que más le gusta hacer, que es jugar al básquetbol. Luego me confesó que estaba lastimado de un pie, y que le costaba caminar, que además de lavar la ropa estaba cuidando de su abuela enferma, que debía ir a hacerse cargo de la comida y hacer la tarea antes de irse a trabajar en una tienda de comestibles, pero que a pesar de todo lo difícil, él confía en que todo va a cambiar para él de un día para otro, que todo le va a salir bien.

En él vi un reflejo de la juventud y de las dificultades que deben afrontar a lo largo de la vida, sin importar el país, todos tienen la importante tarea de decidir entre el hacer o no hacer, entre el encarar los problemas o no hacerlo. Porque el tiempo marcha rápido y a veces los privilegios de ser joven se esfuman cuando uno se convierte en adulto. Los sueños se transforman bondadosos en la medida en que uno es capaz de concretarlos, o se vuelven amargos cuando se mira atrás y se los mira demasiado imposibles.

De cualquier manera, soñar en la juventud es importante. En la vida, soñar es importante. Con la edad uno adquiere perspectiva, la conciencia de que nuestras aspiraciones necesitan un camino para no quedarse únicamente en la idea, en el sueño, en el mundo de lo no hecho.

Me despedí de Michael yo misma con renovado optimismo de ver su fe, deseándole eso, que todo le salga bien, que su esfuerzo se vea recompensado, que su carencia lo haga un hombre fuerte, porque sé que hay vendavales de la vida que hacen que uno quiera abandonar todo. Y hay que mantenerse fuertes para no caer.

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