¿Hablamos en serio?

Aquiles Córdova Morán

Creo que ya va siendo hora de dejar a un lado los reality shows y de comenzar a hablar de cosas serias. Hace muy pocos días, circuló en las redes un infograma en el que se podía leer fácilmente tres cosas importantes: 1) la mayoría de las opiniones piensa que el gobierno del Lic. López Obrador cumplirá la casi totalidad de las promesas que importan a la gente: seguridad, empleo, salarios, educación, salud, vivienda y servicios, entre otras; 2) una mayoría igualmente notable dijo que el tema del aeropuerto le es indiferente; 3) y una proporción mayor opinó que el nuevo gobierno no podrá lograr su propósito de acabar con la corrupción.

Benedetto Croce, reseñado aprobatoriamente por Gramsci, dijo que todos los seres humanos desarrollamos un pensamiento lógico inducidos por la necesidad y la práctica; y aún más, que todos filosofamos, que todos somos en cierta medida filósofos, aunque no nos demos cuenta de ello. Sin embargo, según Gramsci, la diferencia entre quienes filosofamos espontáneamente y los filósofos profesionales consiste en que los primeros solemos contradecirnos con bastante frecuencia, incluso en asuntos de trascendencia, la mayoría de las veces también sin darnos cuenta. Esto se comprueba con relativa facilidad en el refranero popular: con igual certidumbre afirmamos que “No por mucho madrugar amanece más temprano”, y también que “Al que madruga Dios lo ayuda”; o igualmente decimos: “Haz el bien sin mirar a quién”, y luego “Quien da pan a perro ajeno, pierde el pan y pierde el perro”.

Me parece que una contradicción de este tipo, aunque de envergadura mucho mayor a mi juicio, es en la que incurren los consultados a que me refiero. En efecto, todos oímos (y no una, sino muchas veces) decir al presidente electo que los costosos programas de bienestar social que prometía a los más necesitados, serían financiados con los ahorros que su gobierno obtendría al erradicar la corrupción, ahorros que él calculaba en algo así como 800 mil millones de pesos. Pero si ahora resulta, según quienes opinaron en la encuesta del infograma, que no podrá acabar con este flagelo, la pregunta resulta inevitable: ¿de dónde, entonces, saldrán los recursos para financiar sus programas de bienestar social, que sí cumplirá según esos mismos encuestados? La cuestión se torna más peliaguda todavía, si no olvidamos que también fueron firmes promesas de campaña que el nuevo Gobierno no elevará los impuestos, no endeudará más al país y no incrementará el precio de los combustibles.

Es claro que más de un simpatizante del presidente electo dirá con razón que la opinión de los encuestados no es responsabilidad de éste ni de su equipo de economistas; y que algunos conocedores del tema piensen que la respuesta se halla en el crecimiento de la economía nacional, que incrementará el PIB del 2 al 4% según se ofreció también en campaña. Este crecimiento traerá como consecuencia mayor empleo, mejores salarios y mayores utilidades para las empresas y, por tanto, mayor recaudación fiscal sin necesidad de modificar la tasa impositiva de los contribuyentes que, de paso, también se incrementarán con un mayor número de trabajadores empleados y con más y mayores empresas.

Sin embargo, esta solución presenta, al menos, dos graves obstáculos que tampoco pueden solucionarse con las puras buenas intenciones del nuevo Gobierno. El primero es que, según la economía al uso, el crecimiento económico no acarrea automáticamente el incremento salarial. Es posible, según ese punto de vista, que crezca el PIB de un país pero el nivel salarial siga siendo el mismo e, incluso, que empeore. ¿Por qué? Porque el salario no está ligado al crecimiento sino a la productividad, que no es lo mismo; y la productividad es un problema complejo, un verdadero síndrome económico que muchos países, entre ellos México, llevan decenios tratando de resolver sin conseguirlo. Calificación de la mano de obra, constante progreso tecnológico, organización interior de las empresas, vías de comunicación eficientes y adaptadas (o adaptables fácilmente) a las necesidades de circulación de los combustibles, las materias primas y los productos elaborados, rapidez en los trámites, baja corrupción, seguridad y estado de derecho. Y por encima de todo esto, la perfecta planeación y materialización de las cadenas productivas, que es responsabilidad absoluta del empresariado. ¿Podrá con todo esto la nueva administración?

Pero hay algo más difícil aún, que economistas de “El Colegio de México” vienen diciendo desde hace tiempo, esto es, que la lucha encarnizada por elevar la productividad de la economía no solo con fines salariales, sino también y ante todo para atraer inversión en cantidad suficiente, es un error equivalente a poner la carreta delante de los bueyes. Dicho en forma lapidaria: no es la productividad la que jala la inversión, sino ésta la que obliga y facilita el mejoramiento de la productividad. Por tanto, la pretendida solución que apuntamos antes, lejos de resolver el problema nos lleva de la mano a una nueva y difícil pregunta: ¿de dónde saldrán los recursos para la inversión fija bruta que haga crecer nuestra capacidad productiva y que eleve el PIB de 2 a 4%, como prometió el presidente electo?

El día 27 de julio de este año, apareció en el conocido diario “El Financiero” una nota titulada: “Economía de México no tiene la capacidad de crecer 4% como propone AMLO: experto”. A continuación se dice: “Alfredo Coutiño, director para AL de Moody´s Analytics, señala que la economía nacional actualmente requeriría de grandes inversiones para aumentar su productividad”. Renglones adelante, el especialista afirma: “Se ha propuesto un crecimiento promedio de 4 por ciento para los próximos seis años de la administración de López Obrador. Yo creo que sí es posible, pero por el camino equivocado, yo creo que la manera más sana de poder crecer es permitiéndole a la economía crecer a su capacidad potencial, que actualmente no da para un crecimiento mayor al 2.5 por ciento… presionar a la economía a crecer más allá sin aumentar la capacidad productiva en los próximos años… derivaría en desequilibrios económicos y distorsiones”.

Más adelante, Coutiño precisa: “El incremento de la capacidad productiva requiere de niveles de inversión mucho más importantes, de tal manera que estamos hablando de un crecimiento en términos reales de la inversión fija bruta de alrededor de 10, 12 por ciento, año con año, en los próximos seis años”. Y refiriéndose a los cálculos fallidos en el mismo sentido del gobierno actual, el especialista de Moody´s remata: “Pero además hubo un error en el diagnóstico al pensar que el problema fundamental del crecimiento económico del país es la productividad cuando en realidad es una consecuencia (el crecimiento económico, aclaro yo, ACM) de la acumulación de capital tanto en inversión física como en capital humano”. Es decir, Coutiño sostiene exactamente la misma tesis que los economistas de “El Colegio de México”.

Los encuestados para la elaboración del infograma se equivocaron, a mi juicio, al pensar que se puede financiar el programa de beneficio social del nuevo Gobierno sin contar con los recursos que proporcionaría la erradicación de la corrupción; pero a pesar de ello, su opinión encierra una verdad del tamaño de un continente entero, esto es, lo difícil (por no decir imposible) que resulta llevar a cabo la erradicación de la corrupción, que ciertamente no nació con el presidente Peña Nieto y que, casi seguramente, no morirá con su sexenio. Bien harían los consejeros del presidente López Obrador en no hacer caso omiso de esta aplastante mayoría de simpatizantes que, muy a tiempo, les están advirtiendo del obstáculo con que tropezarán tarde o temprano. La fuerza colosal del pueblo, consciente, despierto y organizado, es el ingrediente indispensable, único e insustituible para cualquier cambio serio y progresivo en el destino de las naciones; pero la inteligencia y el conocimiento certero de los problemas y de las soluciones correctas,  es lo que toca poner a los líderes. No es buena estrategia echar sobre las espaldas del pueblo la carga que toca llevar sobre los hombros a sus líderes. Nunca se ha conseguido  el triunfo de causa alguna, poniendo las masas a la cabeza y los líderes en la retaguardia, aunque para algunos resulte más cómodo hacerlo así.

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