Bernardino Vazquez Mazatzi
Escritor y Periodista
La unificación de la raza humana no la logran las religiones ni las ideologías políticas. La hermandad entre los humanos no la consiguen las buenas intenciones ni es objetivo ni interés de la economía y las finanzas. No somos iguales ante la ley ni tenemos los mismos derechos ante el poder o la fuerza… son las tragedias las que nos hacen iguales pues es la vulnerabilidad individual y colectiva, la fragilidad corporal y la debilidad del espíritu las que nos hacen identificarnos y unificarnos como semejantes ante el peligro y ante la tragedia.
Lejos del peligro y la desgracia el hombre es arrogante, imprudente, descreído, prepotente y evasivo del respeto, ignorante del derecho ajeno y carente de solidaridad y sentido de tolerancia e igualdad. Ante la eminencia de una catástrofe el ser se reduce, se empequeñece o se ubica en justa dimensión y estatura y dentro de la calamidad, se vuelve solidario, compartido, semejante, tolerante. Ante una tragedia el hombre encuentra un Dios y pronuncia lo que podría parecer una oración y lo es en la medida en que le sale del fondo de su alma o al menos desde el sentimiento más honesto.
A este individuo, miembro de la especie más evolucionada de los seres vivos habitantes del planeta tierra, le hace falta, siempre, un recordatorio de su muy limitada estadía en la tierra, es necesario que su destino, su suerte o sus deidades, le recuerden de manera constante que el motivo único por el que tiene permiso de estar vivo es el servir, que no está en ningún tiempo ni por ningún motivo por encima de los demás y que el poder que tiene es exclusivamente para ayudar y superarse en la medida en que se considera igual a los demás.
En la abundancia de bienes materiales, en la ausencia de problemas o necesidades, ante el influyentismo político o el poder que da el dinero el hombre olvida su verdadero tamaño y lo débil de su consistencia; por conveniencia ignora su temporalidad y considera la muerte o el fin de sus aptitudes y fortalezas como lejanas y hasta improbables. En tanto, sobrado de egoísmo y falto de talento e inteligencia o con un exceso de estupidez, se burla de los demás, los minimiza, los aborrece, los roba y defrauda y se siente superior o supremo y hasta con libertad de decidir la vida o la muerte de los otros.
Solo la tragedia, sólo el decreto condenatorio de una enfermedad terminal, sólo la bancarrota, el hambre y el peligro o inminente final personal o colectivo nos hacen iguales. La muerte es la única y verdadera democracia. La muerte es la única vía cierta y nítida que queda después de concluir el caminar por muchos senderos y es la puerta que nos queda trasponer luego de la aventura que es la vida y que muchos no supieron disfrutar por querer estar por encima de los demás y por creer que el dinero y el poder se pueden acumular y mantener más allá del toque final o de la llamada postrera.
Sólo las tragedias nos hacen iguales y eso no debería de ser. La esencia del hombre es su semejanza con el resto de los de su especia y su vulnerabilidad y fragilidad es similar a la del resto de los mortales y esa igualdad nos la da el igual color de la sangre, los mismos motivos del llanto y la risa, la similar capacidad de amar y los tiempos para dormir, comer, jugar, nacer, crecer y morir. Todos somos iguales ante las potestades, ante las leyes y ante la naturaleza, misma que no requiere de amenazas ni advertencias para poner fin de los alardes de grandeza ni a las ostentosidades de la riqueza.
Ignoro en quién o en qué crees en tu intimidad espiritual o en la soledad de tus silencios, pero lo único definitivo es que el ser humano, no tiene el poder ni la capacidad de ser más que el otro y no puede ni podrá jamás determinar su tiempo sobre el planeta. Seamos iguales siempre para que en la desgracia, nos identifique la hermandad y la solidaridad.
Seamos iguales pues, en la ventura y la desgracia; seamos iguales, ayudemos ahora.